Una semana en Londres sirve, entre otras muchas cosas, para concienciarse de que la masificación está matando el turismo. Cuando uno es víctima, y a la vez parte, de las aglomeraciones, las colas y el aborregamiento se da cuenta, aunque ya le hubiera prevenido, de que los viajes como los hemos entendido hasta ahora llegan a su final. Debemos ser conscientes de que la gallina de los huevos de oro agoniza. Más nos vale encontrar otra forma de ganarnos la vida y de disfrutar de ella.

Me dirán que no hace falta ir hasta Londres para entender lo que es obvio a nuestro alrededor. Puede ser. Pero no es lo mismo ser turista en tu propio país, donde uno sabe cómo esquivar las molestias, que serlo en la cuarta ciudad más visitada del mundo, sólo por detrás de Hong Kong, Singapur y Bangkok. La capital inglesa recibe más de 19 millones de visitantes al año, según los últimos datos de 2016. Se dice pronto. Está por delante de París, de Roma o de la mismísima Nueva York.

El futuro del turismo pasará por dos alternativas: el viaje caro y minoritario, sólo para privilegiados, y el viaje en busca de la naturaleza. Sólo aquel territorio que preserve su naturaleza -un bien cada vez más escaso- será atractivo para el visitante. Sólo hace falta fijar la vista en el Mediterráneo para comprobar la salvajada que ha cometido el ser humano, donde apenas queda un tramo de costa sin ladrillo.

Es desesperante mantener una cola que da la vuelta al Museo Británico para ver la Piedra de Rosetta a través de centenares de cabezas. Es descorazonador esperar horas para contemplar fugazmente las Joyas de la Corona subido a una atestada cinta transportadora que arrastra a cientos de visitantes por delante de las reales piedras preciosas, sin tiempo para retenerlas en la retina. Y resulta frustrante atravesar a codazos Trafalgar Square, de la que se han ido hasta las palomas.

He pensado muchas veces estos días si esas maravillas no se ven mejor en internet. Les aseguro que La Venus del espejo no se contempla mejor en la National Gallery que en la red. Que los paseos virtuales de la página del British por la Antigüedad son impactantes y descansados. Es más, cualquier cosa que se nos antoje la podemos comprar por la web, hasta las camisetas punkis de Camden Town.

Me dirán que de esa forma no se degusta el sabor de Londres. ¿Qué sabor? Si los establecimientos que vemos a nuestro paso son los mismos que nos asaltan en Madrid, Roma, o París. El sabor tal vez se encuentre en algunos pubs apartados del centro. Lo demás está en cualquier sitio: de Primark a C&A, de Starbucks a Subway, de Domino´s Pizza a Dunkin´ Donuts. Londres, como tantas ciudades del mundo, se ha vuelto insípido.

Sufrimos una nueva enfermedad psicosomática como viajeros. Y no tiene nada que ver con el manido síndrome de Stendhal, pese a que los síntomas sean parecidos: alto ritmo cardiaco, palpitaciones, temblores, estado de confusión, mareos y vértigos, depresiones? El síndrome bautizado con el nombre del autor de Rojo y negro nos afecta al viajero cuando «se expone a obras de arte, cuando éstas son particularmente bellas o están expuestas en gran número en un mismo lugar». El síndrome del turista aborregado afecta al viajero cuando se sobrecoge por las infinitas horas de cola, la pésima alimentación de los fast food y las avalanchas de los demás visitantes. Así que no es de extrañar que el turista se desplome por soponcio de estrés.