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¿Habrá que hacerle un monumento a Alberto Fabra?

En ocasiones, Manuel Mata, con la ironía y pericia dialéctica que le caracterizan, suele referirse a Alberto Fabra como el mejor presidente de la Generalitat. No es mala la frase desde luego, y mucho mejor la ironía que la inspira.

La verdad es que echando la vista atrás, la vida como presidente del PP y de la Generalitat de Alberto Fabra desde el cese programado a distancia y sin su consentimiento de Francisco Camps como presidente de la Generalitat en 2011 hasta 2015 fue un calvario, político y personal. Por eso, viendo lo que ha pasado y pasa y sospecho pasará después en el seno del PPCV se aclare el título de este prisma. Lo mismo tenemos que hacerle a Alberto Fabra un monumento.

Ahogado por una corrupción en su punto álgido. Con un grupo parlamentario que le rechazó siempre y con el que sólo podía contar para recontar imputados que si se le iban al mixto le hacían el roto de perder anticipadamente las elecciones. Una axfisia económica considerable por parte del Gobierno central, sus enmiendas a los presupuestos de 2012 corrieron muy mala suerte política, una estrategia suicida por parte de pesos pesados del PPCV tales como Rafael Blasco, Alfonso Rus o la propia Rita Barberá le hicieron literalmente la vida imposible. Y Fabra, efectivamente, fue un buen president de la Generalitat. Y del PPCV.

Sus famosas líneas rojas contra la corrupción en el seno del PP quitaron del medio, políticamente hablando, nada menos que a Ricardo Costa, Vicente Rambla, Sonia Castedo, Blasco y finalmente a alguien tan pesado y peligroso en todos los sentidos como resultó ser Alfonso Rus Terol, el todopoderoso presidente del PP en la provincia de Valencia, alcalde de Xàtiva y contador de billetes en negro serie B por presuntas gasolineras de la Comunitat Valenciana.

El peso político y orgánico de los mencionados supera con mucho el de los todavía hoy mantenidos como cargos institucionales imputados y no sancionados por la resistencia a la aplicación universal de las viejas líneas rojas fabrianas por la actual dirección según para qué, para quién y en el bien entendido de que se sabía el para qué.

Fabra intentó dignificar el PP valenciano. Adecentarlo de veras. Echarle litros de detergente y lejía, aguarrás y amoniaco. Con todo, no pudo completar su tarea precisamente porque, entre lo ya dicho, ocurrió quince días antes de las elecciones autonómicas de 2015, la detención y expulsión fulminante del partido, que se debe a la gallardía política de Fabra, del poderoso barón Rus, algunos de cuyos continuadores y seguidores políticos andan montándola parda en algaradas en juntas directivas provinciales del PPCV para desgaste, vergüenza y vejación de ese gran partido, que debería serlo de nuevo, del centro-derecha valenciano.

Fabra podría haber gobernado en 2015 con Ciudadanos de no habérsele cruzado finalmente el torpedo Rus que terminó con él. Posteriormente, el PPCV y también Madrid le dieron, por si no se la habían dado poco, la espalda de manera inmisericorde y escasamente conmiserativa. Fabra sobraba.

Se despidió de la Generalitat Valenciana como un caballero. Exquisito en su trato con Ximo Puig como nuevo inquilino de la Generalitat en el traspaso de poderes. Y con un mensaje político nítido: le ofreció a Puig la abstención del PPCV en su votación de investidura a fin de que tuviese holgura bastante para la negociación de su gobierno y la estabilidad parlamentaria de nuestras Corts.

Al PP nacional le propuso el nombre de María José Catalá como posible candidata a su sucesión en el partido. La historia no fue esa y le ganó por la mano Isabel Bonig la misma mañana en que Fabra ofrecía abstención parlamentaria a Puig. ¿Habrá que hacerle, pues, un monumento a Alberto Fabra? Mi respuesta es que sí, naturalmente.

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