Los sondeos franceses que auguraban la presencia de Marine Le Pen en la segunda vuelta de las presidenciales han acertado esta vez: el Frente Nacional ha conseguido casi 7,7 millones de votos, superando así el triunfo alcanzado por su padre en 2002, aunque haya sido a costa de ocultar las siglas del partido durante la campaña. Pero el escenario donde ahora juega Marine es diferente y más favorable. Primero, porque ha modernizado un partido estigmatizado como fascista, expulsando públicamente a su fundador y progenitor en 2015 sin renunciar, eso sí, al préstamo de 6 millones de euros que éste le hizo para sufragar la campaña. Por otro lado, la candidata ha sembrado en el imaginario de una cuarta parte de los votantes una Francia con tres enemigos bien definidos: el fundamentalismo islámico, las instituciones europeas y un establishment político responsable de la actual situación de precariedad económica. Contra estas supuestas amenazas, Le Pen reivindica una particular visión de los valores de pueblo, de raíces cristianas, proteccionistas y excluyentes. Una visión en la que el islam es incompatible con la Francia laica, el respeto a los derechos de la mujeres y, sobre todo, es fuente y escuela de terroristas: los más de 200 muertos causados durante los dos últimos años en tierras galas por ataques yihadistas han avivado ese miedo que Le Pen ha sabido gestionar electoralmente.

El partido de Marine, que fue el más votado en las últimas elecciones europeas, regionales y departamentales, ha consolidado un electorado joven y también jubilado, además del procedente de antiguos bastiones comunistas. Pero lo más peligroso para su rival en la segunda vuelta es el voto cautivo por el FN: las clases populares, un nicho político seducido no sólo por sus propuestas sino por la política a pie de calle practicada por Le Pen y olvidada por los partidos tradicionales. Clases que difícilmente se embelesarán con el tecnócrata Emmanuel Macron, considerado por la candidata extremista como representante de la globalización salvaje y de un europeísmo totalmente contrario al suyo.

En definitiva, los triunfos de Le Pen y del brexit confirman los vientos favorables que soplan para la nueva extrema derecha europea: se ha roto el cordón sanitario impuesto hacia estas formaciones, tanto por electores que ya no esconden en las encuestas su preferencia por estos partidos, como por los medios de comunicación y otros partidos políticos que hasta comparten algunas de sus ideas. Sus registros electorales (en Francia, Holanda o Suiza) ya no pueden calificarse de moda pasajera. En el último lustro, la curva de voto del FN ha crecido, fortaleciendo una base de votantes que se identifican incondicionalmente con sus posiciones radicales. Estamos ante una nueva corriente política que persigue desintegrar el proyecto europeo, volver a los Estados-nación y excluir una parte de la ciudadanía por motivos religiosos y culturales, con la excusa de su supuesta vinculación con el terrorismo. Una nueva Europa que, en lugar de construir un futuro compartido, parece rememorar los terribles años que propiciaron la Segunda Guerra Mundial.