España en trama y boqueando. La democracia es un besugo enredado a trasmallo por el partido más popular en el arte de pescar dinero público y privado, y manufacturarlo en lomos de exquisita riqueza fresca. Unas veces para alimentar el partido, y otras muchas para los banquetes de codicia de quienes -banqueros, cargos políticos y empresarios militantes- llevan décadas viviendo por encima de sus posibilidades. Los mismos que a nosotros nos lo han reprochado, condenándonos a vivir al borde del fuera de juego. No hay aguas jurisdiccionales que los intrépidos capitanes de Génova no hayan convertido en almadraba para su financiación clandestina, y en mordida de langostinos negros que llevarse a casa. Contratos públicos, subvenciones, desvío de fondos, prevaricaciones, operaciones opacas con dinero destinado a la reconstrucción de Haití -después del terremoto-, sociedades instrumentales, cuentas offshore, igual que si fuesen salmones, atunes, merluzas, peces espada. Ninguna especie se queda sin cebo en su saqueo de los caladeros de este país sin jurisprudencia en materia de pesca ilegal.

Sólo algunos nombres como el juez Eloy Velasco, artífice de la operación Lezo que ha puesto a secar las redes de Ignacio González, se atreven a investigar las actuaciones en aguas públicas de la flota bajo la bandera del charrán que ha resultado ser la vieja bandera del pirata, sin un Espronceda que la verse en romántico. Y es que la poesía no es género de seda para ladrones de clase con vocación estructural. A ellos les pierde más el discurso de las apariencias y hacer una infanta cuando se les interroga sobre la masa o la mierda. Menos mal que existen todavía las hemerotecas donde encontrar, en la investidura de este príncipe de Esperanza Aguirre, perlas como «voy con la cabeza muy alta a pesar de sus marrullerías» en alusión al PSOE, o «quiero reafirmar mi firme compromiso en la reducción del déficit de la Comunidad de Madrid». Ejemplos de la vigencia de esas sentencias populares como la «del dicho al hecho hay mucho trecho». Y sobre todo, que por medio existe la prestidigitación que lo blanco en negro lo convierte.

La corrupción es la lujuria del siglo XXI. El dinero tiene más que nunca un deseo exacerbado de placer. Y la corrupción es la mejor y más habitual manera de gozar del poder de su orgasmo. La evidencia es que los políticos y los empresarios, afines casi siempre al mismo credo, han dejado un agujero en las arcas de más de 7.500 millones de euros. Paradójicamente la cifra se acerca a los 8.000 que Bruselas nos exige en recortes, y nos coloca a modo de sacrificio sobre nuestros hombros de Sísifos. Nuestra cruz sin la recompensa moral de ver entre rejas a los mangantes con gemelos de Salamanca y Chamberí, de Sarrià- Sant Gervasi y Les Corts, de l´Eixample y el Pla del Real; devuelto el botín que casi nunca aparece, y a un presidente dimitir avergonzado. O expulsado democráticamente de la posverdad en la que su discurso, el rechazo visceral de su militancia a la constancia del hedor y a otras propuestas sociales, lo mantienen incomprensiblemente en el poder y su limbo. Sin hacer autocrítica ante la ciudadanía que se lo exige, y a pesar de que en el índice de Transparencia Internacional hemos pasado en la UE a la posición 17 sobre los 28, y a la 41 de los 176 países, empatando con Brunei y Costa Rica.

Nunca antes tuvo la corrupción tanta opulencia ni mejor Maquiavelo que Mariano Rajoy, escondido detrás del plasma y de su tancredismo mientras su PP con mayoría absoluta en diferentes territorios está detrás de los numerosos casos investigados con más de 835 imputados. Operación Púnica y Pókemon, los casos Gürtel, Palma Arena, Inestur, Tosca, Noós y Cañellas entre otros nombres de literatura policial que vertebran un país -con otros 17.621 cargos públicos aforados que no pueden ser objeto de pesquisas judiciales (uno de los privilegios a extirpar entre otras prerrogativas políticas)- cuya corrupción reflejó Rafael Chirbes en Crematorio y En la orilla, representándose ahora en el Centro Dramático Nacional. Da igual haber perdido la credibilidad y la razón a manos de la caligrafía del delito. Rajoy hará la infantada si finalmente acude como testigo en el caso Bárcenas. No sé, nada nunca puede admitirse cuando muchas de sus huestes son detenidas e investigadas. Tampoco resulta franco argumentar conspiraciones masónicas ni enarbolar la bonanza de una política que oculta el aumento de la brecha entre el special one de Iberdrola que gana 42.00 euros al día, sus banqueros jubilados con pensiones de 5.000 euros y sus simpatizantes millonarios evasores de impuestos, y una juventud sobradamente preparada y cautiva de la temporalidad, acompañada en su precariedad existencial por trabajadores con salarios mínimos y víctimas de un capitalismo empresarial al que le conviene que existan 3 millones y medio de parados a sus puertas, porque con esa amenaza sus empleados aceptarán que se les baje el sueldo, a cambio de no ser despedidos.

No es extraño que el PP se haya cargado de los planes educativos la filosofía y ahora la enseñanza de la literatura. Disciplinas que albergan heroísmos derivados de la ética y cuyos fundamentos Aristóteles basó en el comportamiento, el sentimiento y la razón que mueven la propuesta moral de nuestras acciones. Sin el conocimiento de ese deber ni sus exigencias es más fácil gobernar evitando que esos valores se rebelen contra los abusos, la mentira y la corrupción. Y de paso impidan el discurso del desconocimiento, la ausencia de sospecha y de culpa, y por tanto la dimisión. Una indemnidad extensible, en la operación Lezo, al chivatazo desde la esfera del poder a Ignacio González para darle tiempo a destruir pruebas, y al intento del fiscal jefe Anticorrupción, Manuel Moix, de impedir registros. Esa impunidad es la clave de que la corrupción sea un hábito de las élites sin castigo a la codicia que les hace caer en la infidelidad a su honestidad, a la democracia y a la ciudadanía, empujada hacia los populismos.

«Todo está podrido en España menos el corazón de la gente pobre», escribió el historiador William F.P. Napier, y dos siglos después los más de 68 casos del PP y los 58 del PSOE, ensimismados en un coloquio de los perros, le siguen dando la razón. Suficiente vergüenza para que los ciudadanos dejemos de dividirnos entre la disidencia electoral, los peligros del populismo -ávido igualmente de magrearse con el poder, y controlar la crítica hacia el sistema- y la militancia que se tapa la nariz o se hace la rubia ante el butrón al Estado y al porvenir del pueblo. Es hora de exigir una separación de poderes y una ética gubernamental que desinfecten la democracia que la corrupción ha blanqueado de codicia, y nos permita construir un necesario ideal democrático. Aprovechemos el V Centenario de la Reforma contra la corrupción renacentista del Papado y pidamos un Lutero que termine con las indulgencias. Sería oportuna también la creación de un departamento de Asuntos Internos, como en la policía, que investigase a fondo, con independencia y sin prerrogativas, la conducta y actuaciones de los cargos públicos.