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Dividendo de paz

Ilusos, nos creímos por un momento lo del dividendo de paz: la posibilidad de que hubiese llegado por fin la oportunidad de convertir, como dice la biblia, las armas en arados. Se había disuelto el Pacto de Varsovia y pensábamos que había llegado por fin el momento de la diplomacia, de buscar el acercamiento donde antes había habido sólo hostilidad entre los bloques.

Pero estábamos profundamente equivocados. Había acabado la Guerra Fría y era necesario mantener viva la Alianza reorientándola, lo que se plasmó en la nueva doctrina aprobada en Washington en abril de 1999. Se trataba de ampliar el radio de acción de la OTAN y prepararla para eventuales intervenciones fuera de la que había sido su esfera de actuación como parte de la llamada guerra contra el terrorismo.

Mientras tanto, la Alianza admitía a nuevos miembros, lo que exigía aumentar su presupuesto para lograr que los anticuados Ejércitos de los países que habían sido sus enemigos fuesen compatibles con los del resto. Un cuarto de siglo más tarde nos encontramos con una situación de caos total en el Norte de África y Oriente Próximo por culpa de estúpidas intervenciones lanzadas con pretextos humanitarios pero cuyo objetivo real era cambiar regímenes que no eran del agrado de Washington.

Lo reconoció abiertamente el general estadounidense Wesley Clark, que fue comandante en jefe de la OTAN en Europa, cuando en un acto organizado por el Commonwealth Club de San Francisco habló del plan de su país de «transformar» a siete países musulmanes en sólo cinco años. Se trataba de Irak, Siria, Líbano, Libia, Somalia, Sudán e Irán. El proyecto se frustró tras el fiasco iraní, pero se buscaba en principio desestabilizar esa inmensa región en beneficio de los intereses norteamericanos, que no tienen por qué coincidir con los de los europeos.

A todo ello hay que sumar las tensiones con una Rusia que, aunque muchos no acaben de entenderlo, se siente cada vez más acorralada y que no ha dudado en defender lo que considera sus intereses estratégicos. Es lo que ha llevado a Moscú a anexionarse, por ejemplo, la península de Crimea y a enseñar los dientes en otros lugares que fueron parte de su imperio y donde viven hoy minorías rusoparlantes, muchas veces discriminadas.

Y como consecuencia de todo tenemos la exigencia norteamericana de que los aliados cumplan su compromiso de elevar sus presupuestos militares hasta un 2 % del PIB, aunque tengan que detraer ese dinero de programas sociales, de la educación o de inversiones más productivas. Puro disparate que, lejos de contribuir a la estabilidad global, tendrá el efecto contrario de agravar las tensiones internacionales y provocar una nueva carrera de armamentos, que sólo beneficiará a quienes los fabrican y comercian con ellos.

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