No se trataba, como creían, de una broma macabra. Repartí entre mi alumnado unas pocas esquelas. «¿Que vamos a practicar comentario de texto con ellas?», exclamaron anonadados. «Si habéis leído el Curial e Güelfa y estáis vivos, ya todo está permitido», sentencié algo molesto por su inoportuna y osada ignorancia. En verdad, todo cabe en el sistema educativo. Pero la chavalería se agita fácilmente cuando les invitas a romper con la soporífera monotonía académica. Les desconcierta aquello que cuestione su rutinario transitar existencial, anestesiados -y cosificados- en esta paupérrima educación adiestradora de masas.

Donde haya palabras aparece insospechadamente la literatura. Los seres humanos -les digo- tenemos mentón, pompis, hipotecas y palabras. Tanto es así, que mucha gente muere por una mala sintaxis. La esperanza de vida disminuye sin cohesión lingüística. Hete aquí la autopsia: el amor, la amistad, el trabajo y la familia precisan una oxigenada estructura argumentativa y conceptual. La falta de sintaxis equivale a cualquier enfermedad crónica, si bien habría que tratar cada caso -resulta imposible desligar literatura de medicina- para diagnosticar sus particularidades. Hay poca afición a la esquela, notorio síntoma de un desorden textual. Quizá sea por su sabor a epílogo, pues, a fin de cuentas, en cada esquela habita un punto final. La naturaleza humana tolera el punto y aparte, miren si no el divorcio, los ciclos biológicos -niñez, juventud, adultez y senectud- o las diversas etapas educativas. Hay quien estima las comas, por eso de respirar y vivir en armonía, sin premura.

La esquela como género literario, en definitiva. Desconozco si algún estudio antropológico ahonda en otros motivos, pero al final, por hache o por be, la pedagogía repele la sanadora lectura de esquelas. Nos educaron al margen de esto. Curiosa expresión, «al margen». La marginalidad como forma de supervivencia. La voluntad de vivir devenida en nota a pie de página. Igual que las esquelas. Así nos va.