Diez años nos dan perspectiva suficiente para constatar dos realidades incuestionables: que hemos sufrido la crisis económica más devastadora de la era moderna y que se ha producido una transformación social, caracterizada por un incremento de la desigualdad nada casual. Han tenido la coartada perfecta para acometer reformas que tenían como objetivo aumentar la precariedad del mercado laboral y desmantelar el Estado de bienestar. Para facilitar estas políticas, los gobiernos han jugado a dividir a la clase trabajadora, a desprestigiar a quienes la representan y a criminalizar la protesta.

Se ha culpabilizado a las personas en desempleo de su situación, se ha demonizado a la inmigración alegando que viene a quitarnos el trabajo y a consumir nuestras prestaciones, se ha tachado a quienes tienen un empleo digno de privilegiados. Se argumenta demagógicamente que el Estado no puede permitirse mantener los niveles de protección de las personas, ni las pensiones, la sanidad o la dependencia, mientras ha encontrado los fondos para rescatar bancos o autopistas privadas.

Durante estos años se ha producido un trasvase del 10 % de las rentas del trabajo en favor de las del capital, pasando del 55 % al 45 % del PIB. Los salarios más bajos cayeron un 28 %, mientras los más altos apenas se contrajeron. Ni siquiera en un momento en el que las cifras macroeconómicas comienzan a sonreír a quienes han provocado, con su codicia, esta catástrofe social sin precedentes, son capaces de apostar por un crecimiento inclusivo.

Desde el movimiento sindical no podemos resignarnos a ver con normalidad cómo cientos de miles de personas no tienen trabajo. No aceptamos la existencia de trabajadores y trabajadoras pobres, que el empleo doméstico no tenga derecho a paro, que las personas jóvenes tengan que migrar por obligación o que las mayores tengan pensiones mínimas. Estamos codo con codo con quienes luchan por la igualdad real de derechos, con quienes reivindican la riqueza de la diversidad.

No nos resignamos a esta sociedad injusta. Por eso salimos a la calle este Primero de Mayo, para denunciar aquellas políticas que favorecen a una minoría privilegiada, para exigir el reparto de los beneficios de la recuperación, una prestación de ingresos mínimos, la derogación de la reforma laboral y una ley de igualdad salarial.

Y, en nuestro territorio, para instar al Consell a desarrollar eficazmente las políticas activas de empleo, superando el grave retraso en la publicación y puesta en marcha de las órdenes; a impulsar un Plan Valenciano de Formación Profesional, integral y plurianual, que conecte las necesidades formativas y productivas; a la incorporación de las cláusulas sociales en la contratación pública; a la recuperación de la gestión pública de la sanidad, entre otras materias.

Reconocemos también que son decididos los pasos que está dando el Gobierno valenciano hacia políticas que protegen y ponen en el centro a las personas, teniendo en cuenta que la financiación adicional que nuestra comunidad necesitaría para situarse en el promedio oscila entre 750 y 1.300 millones de euros al año. De las cuatro autonomías que aportan más al Estado de lo que reciben, es la única que no puede describirse como rica, ya que la renta per cápita es 12 puntos inferior a la media española.

Nos ponemos al lado del Consell para denunciar la actitud del Gobierno del PP con el País Valenciano. Representamos más del 10 % de la población y, sin embargo, en el proyecto de Presupuestos para 2017 se prevén inversiones por valor del 6,9 %, dejándonos a la cola. Por ello, es imprescindible un acuerdo de financiación y una reforma del sistema fiscal que garantice la protección de las personas más vulnerables y la prestación de los servicios públicos. Pero, además de recursos, es necesaria voluntad política, porque lo que está en juego es el modelo.