Vaya por delante que uno es lego en leyes; que entiende de justicia como la mayor parte de la ciudadanía: quien más gorda la haga, mayor castigo habrá de pagar. Sea por este cómodo desconocimiento, que me otorgo el privilegio de alejarme de lo políticamente correcto.

Habiendo ya digerido los últimos fallos judiciales sobre corrupción y reposando los ánimos prerrevolucionarios que suscitaron en la opinión pública, no consigo apartar la segura falsa percepción de que en la Comunitat Valenciana la justicia ha sido particularmente ejemplarizante, tal vez con intención de serenar a una sociedad escandalizada. Ese sentimiento viene avalado al comparar lo malversado con el castigo; claro está, desde una óptica popular y analfabeta, jurídicamente hablando.

Seis millones de fondos públicos, amén de otros privados, trincaron Iñaki Urdangarin y su socio, y su condena ha sido de seis años, sin retirada de pasaporte. A Miguel Blesa y Rodrigo Rato, responsables de las tarjetas black y de quince millones gastados por sus ochenta consejeros, les han caído seis y cuatro años de trullo. La consulta ilegal catalana, que supuso un gasto de nueve millones de dinero público, ha conllevado dos años de inhabilitación para Artur Mas y uno para Francesc Homs por ser chicos desobedientes, como si de una tierna reprimenda se tratase...

En esta orilla, en cambio, vemos que por un millón y medio de euros ha sido condenada toda la factoría de Rafael Blasco, con pena para el exconseller de seis años. El caso Fitur llevó a la trena a Francisco Correa para cumplir trece años; su pasaporte le fue retirado a velocidad de la luz; el dinero malversado ascendía a cinco millones y medio. La exconsellera Milagrosa Martínez ha sido condenada a nueve años, tres de ellos por cohecho al recibir un reloj de dos mil euros. Y falsificar recetas de Viagra por valor de siete mil euros le ha costado cuatro años y medio de condena a un médico.

No creo en una justicia de ángeles misericordiosos donde haya comprensión tanto para el alma más sucia como para la más limpia, como imaginó el escritor italiano Giovanni Papinni en su Juicio universal. Pero tampoco deseo que en la Plaza del Mercado del cap i casal vuelva a levantarse un patíbulo como el que sirvió para ejecutar al último condenado por un tribunal de fe, Cayetano Ripoll, en el siglo XIX. Entonces, al gentío presente se le dijo que aquello se hacía «para que sirviese de escarmiento para unos y lección para otros». Afortunadamente, han pasado doscientos años, aunque a veces no lo parezca.