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Primarias a cara de perro

El próximo domingo el PSOE se enfrenta a una de sus citas políticas internas más importantes, tanto o más que el congreso parisino de Suresnes en 1974 por el que Felipe González y sus jóvenes muchachos vencieron al alicantino y veterano dirigente Rodolfo Llopis, o el de 1979 en Madrid cuando el propio González postuló, tras dimitir en una hábil maniobra, el abandono del marxismo, sin olvidar el reto que supuso el referéndum sobre la OTAN en la primavera de 1986 -¿se acuerdan?: «la OTAN, de entrada, no»-. El próximo domingo se enfrentan tres candidatos para el puesto de mando del partido, la secretaría general, pero en juego hay demasiadas cosas, puede incluso que la propia supervivencia del partido.

Algo más de cuatro décadas después de las elecciones democráticas constituyentes, la organización política que más tiempo ha gobernado la nación -22 años el PSOE, por 4 de la UCD y 15 y pico del PP-, ha apostado su destino a unas primarias que dejan al descubierto su propio espectro. Como si de una profecía autocumplida se tratase, los socialistas españoles que habían encarnado hasta la fecha un autorretrato progresista indiscutible para todos, zozobran entre el mar de las ideologías y los océanos del deseo y los símbolos. Dicho en términos psicoanalíticos, el PSOE no padece desdoblamiento de la personalidad como algunos pretenden, sino el trauma profundo de la vieja socialdemocracia: la de haberse formado en la juvenil utopía y tener que madurar en el pragmatismo.

La utopía posee raíces sentimentales, hinche los corazones, se inflama con puños en alto y promete una lucha continua hasta alcanzar el éxtasis de la victoria final, cantando a coro. Ese es el alimento con el que nuestros socialistas reclutan a su gentry, entre los cuales ya van quedando pocos obreros industriales, blue collars, cada vez más escorados a los extremos del espectro político. Pero en las agrupaciones socialistas, ante los retratos del Pablo Iglesias tipógrafo, entre bocadillos, cervezas, cacaus i tramusos de aperitivo, la militancia sin cargo, la que pegó carteles durante años y ahora nutre las absurdas redes sociales, esos socialistas de alma pura vibran ante los fonemas de la palabra «izquierda» y padecen ulceraciones ante el vocablo «derecha». La posmemoria de la Guerra Civil termina de conformar el cuadro.

No es de extrañar, pues, que los tres aspirantes apelen a su condición de auténticos izquierdistas y que la batalla por la apropiación semántica sea lo fundamental en la lid del PSOE. Resulta obvio, sin embargo, que las posiciones ideológicas son antagónicas, solo enmascaradas por la falsa hipótesis de la fraternidad entre cofradías progresistas, amistad inexistente desde las iniciales escisiones de la II Internacional -a finales del siglo XIX-. De hecho, la batalla por la hegemonía en el hemisferio de la izquierda ha sido encarnizada, como bien ejemplifica la última soflama del insumiso Jean-Luc Mélenchon -el amigo de Pablo Iglesias, el de la Tuerka-: no pretende aventajar al Partido Socialista francés, sino liquidarlo, ha dicho.

Así que tenemos a tres aspirantes que se proclaman adalides de la izquierda y, al mismo tiempo, marcan distancias respecto de Podemos, mientras que su posición ante el problema nacionalista es dispar habida cuenta de que el PSC apoya mayoritariamente a uno de los candidatos -Pedro Sánchez-. Ya ocurrió que el péndulo catalán se escoró hacia Rodríguez Zapatero y provocó la inesperada victoria congresual del entonces joven diputado.

Sánchez, desde luego, puede ganar. Apela al canto coral de las agrupaciones, propone un nuevo partido de corte asambleario y sin prisas pero sin pausas irá jubilando a todos sus enemigos anclados a los aparatos. Su proyecto, no obstante, carece de sentido político, pues resulta imposible en la actual sociedad española cada vez más fragmentaria -como casi todas las occidentales- que un PSOE, sanchista o no, pueda gobernar algo sin alianzas y coaliciones, a izquierda o a derecha, adelante o atrás de los nacionalistas según convenga, incluyendo además los necesarios pactos de Estado -y de convivencia- que por fas o por nefas hay que llevar a cabo con el espectro conservador y/o liberal.

Sin apenas gobernantes o directivos en sus filas, la victoria de Sánchez será un brindis al sol. Su destino no puede ser otro que el de Josep Borrell en tiempos, ganar para perder. O eso o el apocalipsis del partido, es decir, la ruptura. En Francia ya ha sucedido, aquí y en Inglaterra puede ocurrir en un futuro no muy lejano. Militantes de a pie crédulos, la histórica guardia de IS y un puñado de arribistas se enrolan en el ejército sanchista que avanza con un patrón único de pensamiento: la negación del conservadurismo, la promesa de un mañana sin derechas.

Susana Díaz representa justo lo contrario, la cabeza visible de una nomenclatura que no se ha bajado del poder desde 1982 en Andalucía. Una maquinaria esclerótica pero engrasada y sin la que es inimaginable a día de hoy que el PSOE gobierne en España. Los apoyos que recibe desde Valencia por parte de Ximo Puig le son vitales para suavizar su imagen españolista, y éste debería sacar un buen rédito por ello. Pero si las cosas se enconan puede que incluso haya posibilidades para el tercero en discordia, Patxi López, que juega a ser el futuro comodín de cualquier mano.

Pero que quede claro, si gana Susana se habrá acabado el juego, game over, pero si lo hace Sánchez, esa será una escaramuza menor frente a la inmediata madre de todas las batallas, la del congreso del partido previsto para el verano, y en cascada todos los territoriales. No va más.

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