«La verdadera dignidad es el respeto a si mismo, y el que la tiene no puede hacer nada que le haga despreciable a sus ojos». Concepción Arenal

En estos tiempos tan revueltos y sombríos, el fiscal general del Estado, en alguna de sus múltiples intervenciones públicas, describió la situación actual de la fiscalía como la de un «carajal». Si alguien busca en el Diccionario de la RAE, la palabra carajal no existe. Ni siquiera derivada de carajo, cuya primera acepción es la de miembro viril, lo que hubiera hecho las delicias de Camilo José Cela. Imagínense al cojonudo escritor, ya fallecido, que asombró a propios y extraños presumiendo que absorbía un litro y medio de agua por vía anal de un solo golpe, diciendo: «¡La fiscalía es un carajo!»

No creo que el fiscal general empleara la expresión carajal como derivada de carajo en su primera acepción porque ello representaría que en la Fiscalía hay muchos miembros viriles dominantes y no corren buenos tiempos para hacer alarde de tales expresiones machistas, tan contrarias a la igualdad de género. Parece más razonable pensar que se refería a follón, bullicio, barullo, quilombo, que es como se identifica carajal en términos coloquiales.

El carajal se adentra en la noche de los tiempos de la humanidad. La Epopeya o Poema de Gilgamesh, la obra épica más antigua conocida, escrita en tablillas en acadio, que se conserva en el Museo Británico, narra las peripecias del rey Gilgamesh hace más de cinco mil años. Un auténtico carajal. Si consultan Wikipedia podrán leer que «al comienzo del poema, Gilgamesh es un rey tiránico, cuyos súbditos se quejan a los dioses, cansados de su lujuria desenfrenada, que le lleva a forzar a su gusto a las mujeres de su ciudad, Uruk. Los dioses atienden esta queja creando a Enkidu, un hombre salvaje destinado a enfrentarse a Gilgamesh. Pero cuando ambos traban combate, en vez de darse muerte se hacen amigos para siempre y emprenden juntos peligrosas aventuras. Juntos dan muerte al gigante Humbaba y al Toro del Cielo, y Gilgamesh rechaza el amor de la diosa Inanna. Como castigo a estos actos de impiedad, los dioses hacen que Enkidu muera en plena juventud.

«Impresionado por la desaparición de su amigo, Gilgamesh emprende la búsqueda de la inmortalidad, la cual le lleva hasta los confines del mundo, donde viven el sabio Utnapishtim y su mujer, únicos supervivientes del Diluvio, a los que los dioses concedieron el don que Gilgamesh pretende ahora. Sin embargo, el héroe no alcanza lo que pretende. En el camino de vuelta, encuentra, siguiendo instrucciones de Utnapishtim, una planta que devuelve la juventud a quien la toma; pero una serpiente se la roba y Gilgamesh vuelve a Uruk con las manos vacías, convencido de que la inmortalidad es patrimonio exclusivo de los dioses.

«El núcleo sentimental del poema se encuentra en el duelo de Gilgamesh tras la muerte de su amigo. Los críticos consideran que es la primera obra literaria que hace énfasis en la mortalidad humana frente a la inmortalidad de los dioses. El poema incluye una versión del mito mesopotámico del diluvio».

Ciertamente, ante el diluvio de noticias sobre la Fiscalía, quizás convenga pensar más en la mortalidad humana que en la inmortalidad de los dioses. No olviden que, según su máximo responsable, la situación de la fiscalía es carajalonuda (me acabo de inventar la palabra y se la regalo al amable lector, como aquel personaje de La colmena, del inmortal Cela, interpretado por el mismo novelista en su versión cinematográfica)

Postdata: corre desde tiempos antiguos una broma sobre los fiscales. Se dice que somos inmortales porque ya no podemos pasar a mejor vida. Bromas aparte, la verdad es que como reconoce todo dios, se ha armado la marimorena y esto puede acabar como el rosario de la aurora. Por el bien de todos, esperemos que las aguas vuelvan a su cauce. No todo está imposible. Soluciones hay: basta agarrar el toro por los cuernos. Pero, ¿quién le pone el cascabel al gato?