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Ecuador de la legislatura

Hace dos años, el 24 de mayo de 2015, se celebraron elecciones autonómicas y municipales en la Comunitat Valenciana. Unas elecciones en las que el PP obtuvo su peor resultado desde 1987, perdió la Generalitat Valenciana y también una de las tres diputaciones provinciales y los ayuntamientos más importantes, entre ellos las tres capitales de provincia. Es decir: se trató de una debacle en toda regla.

La coalición gobernante que sustituyó al PP, basada en el pacto entre PSPV y Compromís, apoyado desde fuera por Podemos, echó a andar, no sin dificultades, y continúa (andando, y andando con dificultades) dos años después. Este es, en sí mismo, un primer balance positivo, porque los gobiernos de coalición siempre son vistos con cierta sospecha en España, a causa de su supuesta inestabilidad. Una visión, la que ve todo tipo de virtudes en los gobiernos monocolores con mayoría absoluta, que luego rara vez queda certificada por sus realizaciones, pero que a pesar de ello sigue teniendo bastante predicamento.

El Pacto del Botánico ha llegado al ecuador, ante todo, gracias a la capacidad de entendimiento de sus dos principales artífices, Ximo Puig y Mónica Oltra. Presidente y vicepresidenta lograron tener, desde el principio, buena sintonía y un reparto de papeles en el que ambos parecen cómodos. Y esta cordialidad, hasta cierto punto, parece haberse transmitido al resto del Consell, que no es que sea una balsa de aceite, pero tampoco es la jaula de grillos que muchos pronosticaron (compárese con lo que sucede, por ejemplo, en el Ayuntamiento de València, para calibrar el grado de unidad del gobierno autonómico).

La principal tara del Consell en estos dos años es, sin duda alguna, su carencia de realizaciones. Los dos primeros años de una legislatura son casi siempre los más fructíferos para un Gobierno. Las próximas elecciones están lejos y hay margen para el error. Pero, en este caso, el gobierno se ha encontrado con un doble problema que hasta ahora ha sido incapaz de solucionar: la infrafinanciación de la Comunitat Valenciana, por una parte, y la obsesión por la transparencia y la estricta observancia del procedimiento administrativo para llevar a cabo cualquier acción, por otra.

En el primer caso, el nuevo Gobierno no ha sido muy diferente del anterior: se ha quejado a Madrid y Madrid, encarnado en Mariano Rajoy, ha respondido con la indiferencia (la vía privilegiada de hacer política para Rajoy: no hacerla). Con otras soluciones drásticas, bien sea por la vía política (una mayoría alternativa al PP en el Congreso) o por la insumisión en el nivel autonómico (la vía catalana; también política, pero echándose al monte), muy lejos de cristalizar, el problema de la financiación lastra cualquier iniciativa que quiera llevar a cabo el Consell. Al menos, cualquier iniciativa que cueste dinero. Es decir: casi todas. La política de gestos y símbolos puede dar de sí un tiempo, pero no es suficiente.

En cuanto a la transparencia y las trabas administrativas que se han encontrado en el Consell para hacer cualquier cosa, cabe decir que, por molesto que resulte, por mucho que ralentice todas las acciones de Gobierno, y aunque a menudo llegue a extremos surrealistas o ridículos, la obsesión controladora es mucho mejor que el descontrol. Porque, aunque el descontrol nos permite ser flexibles y eficaces en la toma de decisiones, por su propia naturaleza acaba propiciando abusos cada vez peores. Puede que sea una locura pedir la firma de diecisiete funcionarios para comprar una lata de sardinas; pero es mucho peor gastarse millones de euros en cualquier ocurrencia que tenga el gobernante, sea un gran premio de Fórmula 1 o un plano de algún proyecto faraónico.

En cualquier caso, el Consell encara la segunda parte de la legislatura con una enorme ventaja, que es la que motivó el triunfo de la izquierda en 2015: no son el PP. Y para muchos ciudadanos, sobre todo votantes de izquierdas, no ser el PP continúa siendo una indudable virtud que justifica votar a los partidos que no son el PP, aunque sea con mucho menos entusiasmo que hace dos años. Y eso, mientras el PP siga recordándonos sus grandes éxitos de Gobierno, que vuelven una y otra vez en forma de escándalos de corrupción (ahora radicados en Madrid), tal vez sea suficiente para revalidar el mandato cuatro años más.

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