Pertenezco a una generación infeliz, a caballo entre los viejos tiempos y los nuevos, que no se encuentra a gusto en éstos ni en aquéllos». Con esta frase, tomada del italiano Lampedusa -a modo de introducción- comienza su última novela Pierre Lameitre (Recursos inhumanos). La cita, sugerente e introspectiva, es adecuada al propósito, ya que el escritor italiano y el protagonista de la obra del parisino -Alain Delambre- pretenden expresar su perplejidad ante los bruscos cambios a los que asisten en sus respectivas épocas -económicos, sociales, culturales- que provocan incertidumbre, preocupación, nostalgia por el pasado, además de un punto de desesperanza, retraimiento y repliegue hacia lo íntimo y personal. Sostengo que estamos en presencia de un fenómeno similar, entre lo analógico y lo digital, lo local y lo global, la tradición y el multiculturalismo, la mutación de los valores tradicionales; en fin, en el interregno entre lo viejo y lo nuevo.

La reciente historia de Europa -siglos XX y XXI- se asemeja a la de un enfermo crónico que padece recaídas episódicas agudas, para después disfrutar de un periodo de salud reconfortante, y así, hemos asistido a dos crisis abismales (Primera y Segunda Guerra Mundial) con periodos previos y posteriores de bienestar, con la particularidad de que, tras la última devastación -años 40- habíamos sido capaces de construir el sueño pacifista paneuropeo, sobre el que se enseñorearon valores humanistas y de libertad individual.

Sin embargo, en los últimos tiempos todos los síntomas parecen indicar una recaída, si nos atenemos a los datos empíricos que tomamos de los movimientos políticos emergentes y de sus propuestas programáticas, susceptibles de afectar al conjunto de Europa en su misma esencia. El nacionalismo, como remedio equivocado a diversas crisis, ha estado en la base de las dos guerras mundiales que han destruido Europa. Resurge ahora con renovado ímpetu -cual dragón redivivo- recorriendo el territorio de la Unión, liderado por ambiciosos y emergentes aventureros, beneficiarios de la apoplejía de las instituciones, y jaleados por masas crecientes, procedentes, unas veces, de la exclusión social derivada de una crisis que los partidos tradicionales no han sabido resolver en términos de cohesión social, y de sectores sociales más o menos acomodados que interiorizan el fenómeno migratorio y la globalización económica como una amenaza creciente para sus intereses económicos y su estatus vital. Este reflejo defensivo -propio de las quiebras históricas o del tránsito entre modelos- frente a la aparente amenaza externa, se está inoculando en dosis alarmantes, con manifestaciones concretas en Inglaterra (brexit) y Hungría, al tiempo que apunta a producir efectos sensibles en Francia a corto plazo, con alcance más que probable a Alemania, cuya primera mandataria realiza ejercicios de equilibrista, ante el empuje nacionalista.

En definitiva, Europa flirtea peligrosamente con un nuevo infierno, y no exagero un ápice. La vertiginosa revolución tecnológica, el cambio de modelos productivos, la precariedad, el empobrecimiento de amplios sectores sociales, la preponderancia de la especulación financiera frente a los modelos económicos sostenibles, y la globalización sin gobernanza han creado el caldo de cultivo para la eclosión de nuevos predicadores con viejas y malhadadas recetas, ante la incapacidad de las estructuras políticas clásicas (partidos tradicionales), y la perplejidad y desorientación propios de unas generaciones de ciudadanos que, como quien suscribe, al igual que Lampedusa, vive a disgusto el trasunto entre lo viejo (con nostalgia) y lo nuevo, que proyecta más sombras que luces.

La Europa de la paz, el progreso y los valores humanistas por la que tantos ciudadanos han dado su vida, que los españoles del posfranquismo hemos heredado, y en buena medida disfrutado, está seriamente enferma, y no encontramos, de momento, antídotos adecuados. La virulencia del agente patógeno -una vez más, el nacionalismo con su enorme potencial destructivo- amenaza nuestra convivencia, evocando en exceso episodios del pasado. Desconozco los procedimientos más eficaces para desactivar el virus, pero se me antoja que revivir la reciente historia de Europa, apoyándonos en los múltiples testimonios a nuestra disposición, que dan cuenta de un siglo XX ensombrecido por la barbarie humana, ayudaría a recuperar la lucidez.

Ahora que con ocasión del estreno del largometraje Adiós, Europa, que recrea los últimos años de la figura de Stefan Zweig, ese gran europeísta austriaco, me permito recomendar la lectura -hoy más que nunca - de sus memorias (El mundo de ayer), en las que da cuenta de la descomposición de la Europa de su época -la de entreguerras-, con el advenimiento del nacionalsocialismo y sus consecuencias. «He sido testigo de la más terrible ­derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo» (Stefan Zweig). Zweig y su esposa se suicidaron en Brasil (1942) fruto de la desesperanza y de la expatriación forzada. Que su obra y su sacrificio nos aproveche.