El mayor signo de modernidad de la sociedad española depende de su participación en el concierto científico de Occidente, un salto cualitativo que supera centurias de aislamiento y de desconsideración que, aunque nos pueda sorprender, se extiende desde la baja Edad Media, cuando comenzó la separación del conocimiento. Por aquel entonces floreció la magia como una sucesión de caminos alternados con la religión, que aún propugnaba la explicación del mundo interpretando las Sagradas Escrituras. Un ámbito en el que se concibieron dos tipos de magia distintos: la demoníaca y ceremonial, practicada por nigromantes y basada en rituales -con frecuencia exorbitados-para prevenir enfermedades o conseguir los favores de alguien inalcanzable; y aquella que se llamó natural, dedicada a la experiencia, y por tanto, al razonamiento sobre asuntos puntuales, convirtiéndose en el precedente de lo que denominamos ciencia.

Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo XV los reinos hispánicos no pudieron gozar libremente del desarrollo científico del Renacimiento, en el que al ser humano se le reconocía por primera vez la potestad de crear. En primer lugar, por el enorme peso de la Inquisición, que, establecida en 1478 con la finalidad de perseguir la herejía, acabó conformando un pensamiento único, cuya capacidad de maniobra limitaba la experiencia como fuente de conocimiento, a lo que se sumó la expulsión de los judíos en 1492, y el seguimiento del conciliarismo de Trento (1545-1563). Como triste ejemplo de aquella época, no debemos olvidar que Lluís Alcanys, el primer catedrático de cirugía de la Universitat de València, tras ser acusado de judaizar, fue quemado vivo en la hoguera el 25 de noviembre de 1506.

Como es bien sabido, aunque el siglo XVII español fue floreciente en el ámbito creativo de la literatura y el arte, mantuvo el peso de la religión sobre la reflexión, abundando con ello en la ignorancia y la superstición. Sin embargo, casi al final de la centuria, en 1686, el médico valenciano Juan de Cabriada (1665-1714) publicó un texto trascendental: la Carta filosófica-médico-chymica, en la que marcaba el inicio de un nuevo modo de entender el conocimiento en España, apostando con firmeza por la experiencia y la razón. Era el lugar de los llamados novatores, término aplicado a los creativos transformadores que, utilizado despectivamente, indujo a seguir lastrando el desarrollo, por encima incluso, de los posteriores ilustrados (Mayáns, Cavanilles, Jorge Juan, entre nosotros) asentando la tecnofobia, que se extendió con altibajos hasta el final del XIX.

Así, cuando ya en el siglo XX le concedieron el Premio Nobel al neurocientífico Santiago Ramón y Cajal en 1906, se reconocía la genialidad en el páramo, aunque sirviera de acicate para la creación, el año siguiente, de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE) dependiente del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, clausurada en 1939 tras finalizar la guerra civil.

Es evidente que desde aquellos tiempos se fue produciendo un cambio, aunque de inicio muy lento, siendo especialmente acelerado durante las últimas décadas. De tal suerte que la optimización de los recursos junto al esfuerzo de los investigadores, permitió un fuerte impulso cualitativo, posibilitando abandonar la carencia y alcanzar tal magnitud, que hasta hace bien poco, llegamos incluso a ser un referente mundial en aspectos científicos importantísimos, como en el caso de la biotecnología. Reflejo reactivo a una añoranza ancestral y a una creatividad científica previamente contenida.

Pero la drástica reducción en la inversión en I+D experimentada durante los últimos años ha conducido a la salida obligada de miles de científicos, que ahora están depositando toda su inteligencia y su trabajo en países que aprovechan su rendimiento en beneficio propio. Porque en España el porcentaje del PIB dedicado a la ciencia está en el entorno del 1,22 %, entretanto la media europea se acerca al 2 %; conservando dos investigadores por cada cien mil habitantes, mientras los países más desarrollados llegan a cinco. Pero el asunto no recae solamente en los presupuestos del gobierno central, sino asimismo, en los de las comunidades autónomas, habida cuenta de que más del 70 % de la investigación española está vinculada a las universidades.

Hemos de tener presente que la investigación es una tarea que, además de requerir el esfuerzo monetario, exige optimizar los medios, y seguir las pautas de un trabajo coordinado, convirtiéndose en un ejercicio continuo de la inteligencia, que gestiona la concentración reflexiva hacia una cuestión determinada. Y que, aunque se esté actuando en un espacio fragmentario, tiene con otros muchos lugares comunes que responden a una premisa básica: acercarnos a entender el universo y a comprometernos con nosotros mismos. Un esfuerzo que, como el de los demás mortales, posee distintos matices y, por tanto, requiere también la necesaria alternancia de esa carga mental con un entorno humanizado y propio, que permita el mundo de los sentidos y de las emociones.

Así, hoy en día, para los representantes públicos, subsanar la deuda con la ciencia se convierte en una oportunidad, al mismo tiempo que en un asunto perentorio para procurar el regreso de los talentos emigrados, haciendo posible reestablecer el compromiso que globalmente tenemos todos con los beneficios del progreso. Realizarlo, también es, en cierto modo, compensar a aquellos que, por nuestras propias costumbres, no se les permitió investigar a lo largo de la Historia.