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El duelo de los pichones

Durante más de cuarenta años, el mejor novelista en lengua inglesa ha sido (y sigue siendo) John le Carré. No lo digo yo, que importa poco; lo afirma, entre otros muchos literatos e intelectuales, Ian McEwan, asegurando que hace tiempo que ha dejado de ser un escritor de género para convertirse probablemente en el novelista británico más significativo de la segunda mitad del siglo XX. Aclaro esto no ya porque sus novelas me hayan apasionado siempre, unas más que otras, claro, sino porque en este par de años año se han producido dos fenómenos literarios en torno a su figura: una biografía de Adam Sisman de 650 páginas, lo que no es usual para un personaje que sigue vivo, y un a modo de autobiografía del propio John le Carré, bautizada como Historias de mi vida bajo el título genérico de El túnel de los pichones. Le Carré ha dignificado el concepto del best-seller, calificativo injusto que le han propinado muchos críticos literarios.

Su enorme éxito sugeriría que se ha rebajado a ser escritor de masas, cuando en realidad su sofisticación y su sutileza, su delicadeza en la construcción de tramas y personajes, demuestran lo contrario. No ha rebajado nada, ha absorbido a las masas lectoras, las ha subido a su nivel. El éxito instantáneo del Espía que vino del frío (1963), con toda su carga implacable de amargura y desolación, no corresponde a un novelista que solo pretende vender oropel: corresponde a un escritor grande que seduce a sus lectores con su estilo y profundidad. Tanto entusiasmo viene a que le Carré ha escrito su propia versión de su vida. Lo ha hecho con sencillez y sentido del humor, especialmente aplicado a sí mismo, y con su habilidad innata para contar historias. No se sabe por qué David Cornwell decidió usar para su profesión de novelista un seudónimo, John le Carré. Él mismo ha dado varias versiones del origen del nombre, probablemente ninguna verdadera. Y en sus Historias de mi vida da versiones a veces alteradas de las anécdotas.

Una parte importante de ellas se origina en la que fue su profesión de espía en el servicio secreto británico y que relata con los caveat impuestos por la necesidad de mantener el secreto y no acabar con sus huesos en la Torre de Londres. La otra parte sustancial tiene que ver con la relación con su padre, un tipo al que odió y quiso a partes iguales, un estafador que pasó varios años en diversas cárceles y que lo tuvo abducido, sobre todo en su juventud. Hay un capítulo muy divertido sobre cómo su padre lo mandó a los 18 años a París a recuperar una bolsa de palos de golf y a entrevistarse con un «embajador» de Panamá del que el padre era acreedor; por supuesto no lo era (ni estaban los palos de golf) y ese fue el origen de El sastre de Panamá, un relato-homenaje a Nuestro hombre en La Habana de Graham Greene. A lo largo de todo el libro, le Carré cuenta burla burlando decenas de viajes que se dirían de un turista cosmopolita interesado y que en realidad explican una tarea apasionada, y a ratos arriesgada, de investigación de los escenarios y los temas de sus novelas. En cada capítulo, poco a poco van apareciendo los detalles de momentos que uno reconoce después en sus relatos. Protagonistas, a veces terriblemente torturados, que luego ocupan sus páginas y las colorean. O como él mismo asegura que decía Graham Greene, «si vas a hablar del dolor humano, tienes el deber de compartirlo». Y también aparecen Margaret Thatcher, Gorbachov, Arafat, Sakharov, Cossiga, presidente de Italia, Murdoch, el siniestro propietario de la prensa. De todos relata una anécdota en la que él siempre queda retratado con humor y humildad. Nada de nací en Londres y me eduqué en una escuela y luego me casé dos veces. Nada de eso. De hecho cita a su mujer (segunda) una sola vez en las 300 páginas. Una autobiografía con inteligencia y sensibilidad como corresponde.

Al lado del Casino de Montecarlo hay un pequeño campo de tiro, debajo del que han sido construidos unos estrechos túneles en los que se introducen pichones que luego saltan al aire del Mediterráneo para que los maten a escopetazos los socios del club. Los que se libran regresan instintivamente al túnel y vuelven a escapar para que los maten a tiros. Así lo cuenta en el prefacio John le Carré; dice que no sabe muy bien por qué pero le parece una explicación ajustada de su trayectoria vital.

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