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Raimon se ha ido, pero queda

Raimón ha pasado a ser historia, y aunque se convierta a partir de ahora en el ciudadano Ramón Pelegero Sanchis, el cantante que hizo vibrar multitudes de gentes progresistas en este país nunca desaparecerá. Cuando las nuevas generaciones estudien lo vivido durante medio siglo con el franquismo y casi dos decenios con el siglo actual, tendrán ante ellas imágenes D´un temps, de un país que hemos vivido apasionadamente. Y ello lanzando en teatros y universidades los gritos de Al vent y sobre todo, del Diguem no. Raimón ha dicho adiós en el escenario del Palau de la Música de Barcelona y al cabo de más de medio siglo en la lucha por las ideas, el idioma y la libertades hay momentos en que, sorprendentemente, muchos de sus himnos, como tales hay que considerarlos, no han perdido actualidad.

Raimón es la memoria de la València en que nació como artista. Aunque mejor diría que antes que cantante fue poeta. En sus primeros meses de alumno de la Facultad de Filosofía y Letras componía llibrets de versos. València tenía tranvías, en Casa Amadeo, Ramonet, Pele, leía versos. En Casa Pedro, lugar de encuentros entre los intelectuales valencianos, predicadores en favor de la llengua, nació como cantante con la complacencia, apoyo y admiración de Joan Fuster, quien por entonces pasaba del Combustible per a falles a analizar ares de la Avenida del Oeste. Y al fondo, Vicent Andrés i Estellés escribía casi a escondidas sus mejores páginas y diariamente publicaba para lectores de periódico versos más o menos humorísticos y sentimentales, que tenían la virtud de enganchar a los lectores al idioma de sus mayores, que había pervivido en la calle, pero no en las escuelas.

Raimón contaba que la inspiración de Al vent le llegó yendo de paquete en la moto que conducía su amigo, compañero y paisano José Luis García, Cote. En la universidad ya había quien hablaba inglés y Ramón optó por viajar un verano a Londres a fregar platos y comunicarse con un idioma nuevo. Salió de València y le acompañé hasta Vila-real, en un tren en que los vagones de tercera aún tenían asientos de madera, insufribles para largas distancias. A la vuelta se fundió más con lo que ha sido su bagaje permanente. Ausías March, Roig de Corella y todo el ámbito cultural de aquella València que había estado sumida en el olvido y, peor aún, en la indiferencia. Rescató para su repertorio poetas que ni siquiera habían figurado en los libros de Bachillerato. En Xátiva sí los ponía en conocimiento Ángel Lacalle. Sobre la marcha me cantó Al vent, cántico que en las tardes de la cafetería de Filosofía en la Complutense hice de introductor. Tiempos después fue un símbolo. Y lo ha sido al cabo de más de cincuenta años. Por eso, en su despedida, el público entusiasmado la cantó.

Raimón padeció censuras y persecuciones pero en todas sus actuaciones, incluso en Madrid, sus seguidores superaban el miedo a la detención que podía sobrevenirles tras el recital. Encender los mecheros o cerillas era una forma de enaltecer y solidarizarse con lo que estaba ocurriendo en el escenario. En las puertas del teatro Fígaro, recuerdo que casi hubo que plantearse la retirada. Las aceras de la calle Doctor Cortezo estaban llenas de aquellas infamantes lecheras de la Policía Nacional. Y pese a ello, a voz en grito y en pie se cantaba Diguem no.

Raimón tuvo que salir a toda prisa por una puerta trasera del edificio de la Facultad de Económicas de la Complutense tras el multitudinario recital, acto que significó manifestación política porque los estudiantes así lo magnificaron por su gran avenida. Lo que hoy se mira con ojos de sonrisa fue en otros tiempos mirada de preocupación. La historia de Raimón no es sólo el efecto que produjo en miles de españoles, incluidos quienes aún veían cierto reparo en la lengua que utilizaba, sino su actitud de ciudadano comprometido con su tierra, con su cultura. Después de ganar el Festival de Mediterráneo con S´en va anar tuvo la oportunidad de sobrepasar la línea roja que se había trazado. Al otro lado había más fama y, sobre todo, más dinero. Habría caído mejor entre quienes lo veían como individuo perseguible de oficio. No renunció a sus creencias fundamentales y en ellas se mantuvo hasta el final. Tuvo también, es cierto, la fortuna de que su esposa Analissa fuera la mejor compañera, esa parte fundamental que también está detrás de las bambalinas.

Raimón es el retrato nostálgico en el que nos sumimos quienes vivimos aquella época. Hasta recordamos las quince pesetas del comedor del SEU, los bailes con tocadiscos en los bajos que en la calle Comedias tenía la organización sindical falangista. La plaza Emilio Castellar aún tenía semisótanos con tiendas de floristas y en su plataforma los niños podían jugar a la pelota. Y los tranvías con jardinera cruzaban por delante del Ateneo Mercantil.

Raimón ha dicho adiós a los escenarios tras años de liderazgo. Tal vez nació para ello. En la facultad, sus compañeros ya le encomendaban la misión de pactar con Francisco Alcayde Villar los capítulos que entrarían en el examen de Filosofía. Solía ser el que decidía Pele.

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