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Segundo carpetazo

La jueza Nieves Molina ha dado un segundo carpetazo al accidente de metro de Valencia de 2006: 43 muertos. La resolución será irreprochable por la cosa jurídica, pero esta persistencia en no hacer, no sé si budista, se contrapone a lo que dijo, una vez más, el sábado por la noche en La Sexta, la portavoz de las víctimas, Beatriz Garrote: no se trata de animar ninguna caza del culpable, sino de aprender de los errores. Eso o dictaminar que el responsable fue el conductor, que hubo una desgracia, un lamentable azar. Pero el azar es un heterónimo de la Providencia y yo no hablaría tan mal del Creador. En cuanto a las desgracias, no son neutras, no lo fue la pantanà (35 años ya).

Sí, eso que parece tan ecuánime como la climatología, luego no lo es porque los ministros deciden intervenir en Libia o Irak, pero luego los bombazos de respuesta no estallan en sus despachos, sino en los trenes de cercanías de Madrid (11M), contra los limpiadores de cristales de las Torres Gemelas o en las narices de los paseantes de Niza o de las fans de Manchester. O sea, que no. Es como el frío o los golpes de calor, que solo matan a los albañiles, activos o en paro, pues los pobres padecen pobreza energética que, como indica la expresión misma, no rebosan de kilovatios ni tienen frigorías. Pues lo mismo con los trenes peatonales, de corto, medio o largo recorrido, metropolitanos o intercitis.

El accidente de Angrois (79 muertos) también tuvo un conductor, esta vez vivo, que se siente, y tal vez lo sea, culpable. Pero cualquiera entiende que no se puede dejar a merced de los desmayos o despistes de una persona, una reducción radical de velocidad antes de una curva ferroviaria. Los muertos en España (país en el que los vecinos peor hablan unos de otros) son tecnología de doble uso. En las horas siguientes al traspaso sufren un proceso de canonización acelerado y, luego, si algo sale mal, se les culpa de cualquier cosa, porque ya ven que el ínclito Francisco Camps en sus comparecencias no admite desacierto o chapuza alguna en nada, nunca: qué malas son las aclamaciones.

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