La foto del G7 en Taormina mostró la perenne fascinación de los humanos por el cielo como fuente de fenómenos novedosos. Cada uno de los grandes líderes del mundo escogía la región de cielo preferida, pero todos proyectaban sus miradas divergentes al infinito celeste. Desde el tiempo de los varones de Galilea hasta Obama, que vino a celebrar este jueves la fiesta de la Ascensión en la Alemania que viera nacer la Reforma hace medio millar de años, el cielo brinda consuelo y entretenta. Anaxágoras, que fue el maestro de Sócrates antes de que este iniciara el cambio de rumbo ante las bromas de su paisano Aristófanes, fue el primero en decir que, aunque lo mejor para el ser humano sería no haber nacido, al menos podía pasar la vida contemplando el magnífico espectáculo de los cielos. Por supuesto que fue acusado de blasfemia y de impiedad, pues de ese modo acortaba las distancias entre la vida de los hombres y de los dioses, que también se entretienen en los espectáculos celestes. Los líderes del G7 parecían seguir esta tradición. En la cercanía de los escenarios míticos donde Ulises arribó a las costas de los feacios y atravesó las simas que protegían Escila y Caribdis, los líderes mundiales también se entregaron al placer de mirar el cielo.

¿Corrieron el peligro de ignorar el agujero que se abría a su paso, como se cuenta de Tales? ¿Había por allí alguna muchacha tracia que se pudiera reír de ellos, los que observan los cielos, mientras la Tierra se hunde? Desde luego que no. En Taormina, que otrora fuera la Magna Grecia, la cuna de la teoría, la observación del cielo todavía ofreció un pequeño consuelo: no tener la obligación de mirar a Trump. Esta parecía la aspiración de todos los que se movían a su alrededor. Lo vimos luego en otras fotos. Trump estaba allí, en medio de todos los próceres, como un Superman rodeado de energía secreta que despidiera una fuerza magnética centrífuga que los mantuviera a raya, lejos de su espacio vital. El premier de Montenegro, ya en la reunión de la OTAN, ignoró las imaginarias alambradas electrificadas que deben guardarse en su presencia y recibió una descarga mecánica, ante el fallo de las fuerzas telúricas. Por un instante, todos los primeros ministros pusieron la cara sufriente del hermano del chapucero abogado Saúl, cuando en la famosa serie televisiva se ve sometido a las ondas electromagnéticas de los teléfonos móviles. Como él, reclamaban urgentemente papel de aluminio para envolverse y protegerse. Hablar no parece que hayan hablado mucho.

La mirada se dirige hacia el cielo cuando nada se espera de la Tierra. ¿Podemos reprocharles que no esperen nada de Trump? Sesudos analistas se preguntan a qué se debe que un país como Estados Unidos entregue voluntariamente el poder de intervención que le ha dado su liderazgo mundial, ganado en un siglo de victorias militares. La respuesta es sencilla. EE UU está en manos de un aventurero que tomará sus decisiones según sirvan o no a sus estrictos intereses personales. Eso parece que está detrás de la creación de un canal de comunicación secreto con Rusia, el reconocimiento de que lo que allí se tenía que hablar no concernía a los intereses generales de los americanos. ¿Qué interés puede tener Trump en cumplir los compromisos de París sobre el cambio climático? ¿Qué puede importarle que el frágil equilibrio financiero mundial no se estabilice mediante un adecuado control de flujos de capitales? Trump parece que está interesado en exportar 300.000 millones de dólares en armas para los jeques árabes. En el desarrollo del comercio justo ya no tanto. El resto obsesivo fue la lucha contra los terroristas, cuando tenemos sobradas sospechas de que muchos de ellos responden a las mismas potencias receptoras de esas armas.

Lo más grave de la situación de EE UU no es que Trump sea un aventurero que use el poder al servicio de sus aspiraciones personales. Lo más terrible es que los ciudadanos americanos hayan juzgado que esa actitud de Trump no es diferente de la forma en que las élites del establishment utilizan el Estado como si fuera su patrimonio. Sin duda, Trump usa el poder de forma concentrada a favor de sus propios intereses personales, como lo usan de forma dispersa aquellos que se mueven en la fronda de Washington. De Octavio se decía respecto a los demás senadores: «Igual en potestad, primero en autoridad». Eso significa sencillamente en la era Trump: «Igual que todos vosotros, pero mucho más rico».

La inflexión que vemos en Estados Unidos con Donald Trump no la ha producido él. Sencillamente es resultado de una desorientación de los ciudadanos que no han podido ver en la estructura de los partidos tradicionales sino lo mismo que en Trump, sólo que de forma encubierta. Al final han dicho: para hacer lo que hacéis, que lo haga este, al menos no es un hipócrita. El sistema tuvo un pequeño crédito con Obama, pero no siempre se puede encontrar un cisne negro. Lo que cualquiera puede ver es que los problemas son sistémicos, pues no se sabe responder a ellos de una forma integral. Ni educación, ni economía, ni sanidad, ni integración, ni medio ambiente, ni política militar están siendo abordados desde la lógica de un país que ha de mantenerse unido, sino desde abismos plurales que cuartean la población.

En esta situación, parece que la retórica de Trump respecto a los aliados ya es residual e inercial, y tan pronto baja la guardia resulta ofensiva. Se ha visto cuando Trump se expresa como si fuera el cobrador del frac y cuando ha subrayado la contradicción entre todos los Estados aliados y los ciudadanos americanos en términos de dinero. ¿Es este el fundamento adecuado para una alianza civilizatoria? ¿Nos sentimos los europeos seguros cuando nuestro aliado principal lleva la situación con esa falta de tacto? ¿No parece la antesala que prepara escenarios más coactivos? ¿Nos pide realmente Trump que le compremos más armas? ¿Es que somos tiranos como los jeques árabes, para tener necesidad de armarnos hasta los dientes? ¿Acaso no padecemos con resignación y gasto las consecuencias de políticas conducidas con la fuerza de las armas, desde Libia a Irak y Afganistán, y que se han demostrado tan estúpidamente estériles? ¿Cómo hay que computar estas cosas, airando que les debemos dinero?

Europa no puede tratar a sus Estados miembros como los ha tratado estos años atrás, como deudores despilfarradores, y al mismo tiempo quejarse de que Trump nos esté tratando así a nosotros. Si queremos ser una comunidad existencial, entonces tenemos que encontrar algo más vinculante que el dinero. Por ejemplo, ser capaces de mantenernos como una sociedad sin armas privadas. No podemos ni imaginar la ventaja civilizatoria que obtenemos con esta decisión. Carece de sentido hacer dos cosas a la vez: obsesionarse con el terrorismo y al mismo tiempo defender un derecho impropio de un Estado, arcaico y bárbaro. Pero parece que Estados Unidos ya ha dado demasiados pasos en esta dirección y apenas nadie puede imaginar qué puede significar una vuelta atrás en este asunto. Sin embargo, colocarnos en una posición no armada en un mundo amenazante sólo puede tener sentido bajo una condición: ser una sociedad justa que da seguridades a sus miembros de que no serán abandonados en caso de que los asalte la desgracia. Una sociedad justa sabe distinguir cuándo esa desgracia se debe a la propia responsabilidad de quien la padece, pero ni siquiera entonces lo abandona. Si no queremos ser tratados por Trump como lo hace, no podemos tratar a nuestros ciudadanos de la misma manera.