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¿Agricultura de proximidad?

En plena vorágine por la agricultura de proximidad, los productos de temporada, los planes para proteger la huerta de València, se cuela por la ventana de la realidad una imagen tremenda, la de una persona, en este caso un agricultor, destruyendo el producto de tres meses de trabajo. Se trata de un joven despedido de su empresa, que decidió emprender -no todo son startups o tecnología punta- e invertir su dinero en el campo, en un terreno en el que cultivar cebollas. Noventa días después se ha visto obligado a destruir toda la cosecha porque el precio que le ofrecen no da ni para recogerlas: 0,05 céntimos el kilo, cuando el coste para producirlas es de 0,20. En las tiendas, por supuesto, se vende a 1 euro.

Es lo que está sucediendo en el campo valenciano. Buena prueba de esta frustración son las 162.000 hectáreas de cultivos que se abandonaron el año pasado, una superficie equivalente a 162.000 campos de fútbol.

Resulta insostebible que se queden en el campo cientos de toneladas de cebollas porque las importaciones masivas desde países como Chile, Perú, Chipre o Egipto resulten para los grandes distribuidores económicamente más rentables. ¿A qué precio se paga en aquellos países el producto para resultar competitivo en un mercado como el español en el que se está ofreciendo al agricultor entre 5 y 7 céntimos el kilo? Que alguien me lo explique. Estamos hablando de un producto que ha recorrido miles de kilómetros hasta llegar a las superficies comerciales, lo que supone de entrada unos costes logísticos muy elevados, superiores a lo que se está pagando.

Algo parecido ocurre con las patatas. En este caso, la estrategia es diferente. Los grandes distribuidores almacenan cantidades ingentes de patata vieja francesa para inundar el mercado en un momento determinado y marcar tendencia con los precios. Un tubérculo de menor calidad, además, que se beneficia de las ayudas europeas.

La cebolla y la patata son solo dos ejemplos de lo que está ocurriendo en un campo cada vez menos competitivo por su propia estructura minifundista y por el funcionamiento de un mercado distorsionado en el que los grandes distribuidores imponen su ley sin que Competencia tome medidas. En algunos casos, incluso, este organismo frena cualquier intento de regulación.

Los pagos aplazados, los bajos precios o la venta a pérdidas estrangulan a la parte más débil de la cadena alimentaria, los agricultores.

Y en esta batalla no hay responsabilidad social corporativa que valga. Porque las grandes empresas de distribución europeas están librando una batalla sin cuartel para mantener sus cuotas de mercado frente a los grandes operadores internacionales . Y en España también se libra esa batalla a nivel local.

La Política Agraria Común (PAC) no sierve. Ya sabemos en qué idiomas se escribe: en francés y en alemán.

Y en esa parte baja de la pirámide, fundamental, que es la de los productores -agricultores- también se libra otra batalla, por supuesto, desigual. Los productos que salen de nuestros campos han de cumplir unos requisitos de seguridad fitosanitaria y de legislación laboral que se incumplen sistemáticamente en los que proceden de determinados países de fuera de la UE y que entran sin aranceles. Por supuesto, a menor precio. En resumen, competir por el mismo mercado con reglas diferentes.

Injusto, insostenible y frustrante.

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