Los españoles, a lo largo de los siglos, hemos sido incapaces de controlar el relato de los hechos históricos en que hemos estado implicados y por esa razón, probablemente, no hemos sido capaces de dominar el curso de nuestra historia. Son muchos los ejemplos que pueden ponerse. Los Reyes Católicos, por ejemplo, son identificados como los únicos monarcas europeos que expulsaron de sus territorios a los judíos. Pero, con independencia de que ahora podamos reprobar dicha expulsión, la mayoría de los monarcas europeos, antes que los Reyes Católicos, expulsaron a los judíos de sus tierras. Los últimos gobiernos españoles han dictado medidas reparadoras de lo sucedido en el siglo XV, medidas que no tienen parangón en nuestro entorno (particularmente las que permiten a los descendientes de los expulsados adquirir la nacionalidad española), sin embargo, dichas medidas -que podrían interpretarse, incluso, como el reconocimiento de una excepcionalidad que no lo fue- no se han difundido suficientemente

Con la leyenda negra sobre los crímenes de los españoles en la conquista de América sucede algo parecido a lo antes mencionado. Así, en la España de la época surgió una doctrina jurídica muy potente que reconocía derechos a los nativos americanos, plasmada en las Leyes Nuevas de Carlos I, un monumento jurídico de valor y eficacia excepcionales. Pero lo cierto es que parecería que solo los españoles de los siglos XV a XIX llevaron a cabo políticas coloniales reprobables, de las que no podemos sentirnos orgullosos. Los relatos de la historia hasta el siglo XX han sido controlados por franceses, británicos y alemanes en su propio beneficio, y en perjuicio de sus rivales.

En un conocido libro titulado Diplomacia, cuyo autor es Henry Kissinger, se defiende la tesis de que la política exterior norteamericana se ha basado siempre en la defensa de la democracia en el mundo, mientras que los europeos habríamos estado dominados en nuestras respectivas relaciones internacionales por los principios del equilibrio de poder y de la razón de Estado. Y no deja de ser cierto que dichos principios han regido las relaciones entre los Estados europeos hasta la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951. Pero lo que no puede aceptarse es que EE UU haya sido o sea el paladín de la democracia en el mundo. Lo cierto es que Estados Unidos apoyó en América una sucesión de dictadores, como Somoza, Pinochet, o los coroneles argentinos. Y en Europa fue la tabla de salvación de Franco. Y sin tener que ir atrás en la historia, en la actualidad mantienen relaciones muy cordiales con Arabia Saudí, una de las dictaduras más crueles del mundo, que según parece ha estado financiando el terrorismo islamista.

La política exterior de Washington no se fundamenta en la defensa de la democracia, sino en la defensa de sus intereses geoestratégicos, como explicó con lucidez el economista norteamericano J. K. Galbraith. Sin embargo, los norteamericanos controlan el relato que ha impermeabilizado a la población norteamericana, que no duda un ápice de que su misión histórica es la de defender la democracia en el mundo, lo que harían de un modo generoso, a diferencia de los europeos, siempre guiados por el interés nacional. Y mientras los norteamericanos controlen el relato seguirán dominando el mundo.

Si echamos una mirada sobre España, comprobaremos que el relato de la transición a la democracia tras la muerte de Franco es más apreciado fuera de España que entre nosotros. Ha faltado un relato potente incorporado a la educación de los españoles desde la niñez hasta la universidad. Y la falta de control del relato está pasando factura. Particularmente es inquietante comprobar que en las comunidades autónomas vasca y catalana dicho relato ha estado ausente dejando un espacio considerable que ha sido utilizado por los nacionalistas para construir su propio relato, aunque poco tenga que ver con la realidad. Los hechos son manipulables hasta límites inconcebibles, o son susceptibles de ser sustituidos por otros hechos, aunque ni siquiera hayan existido. Lo importante es que solo exista un relato y que se repita de manera reiterada por doquier y, en particular, en las escuelas y por los medios de comunicación.

En su relato interesado, los nacionalistas presentan a sus comunidades autónomas como territorios y personas, dependiendo de las épocas, subyugados por Castilla, por monarcas, por dictadores o por Madrid. Y parecería que esa situación no habría cambiado en la actualidad, cuando desde la Constitución de 1978 se inaugura una etapa caracterizada por la proclamación y garantía de los derechos fundamentales y las libertades públicas, por crear un Estado descentralizado con niveles de autogobierno que nunca habían existido, por la apertura internacional, o por la creación de un Estado de bienestar que era inimaginable hace solo unas décadas. En las últimas décadas, no solo los españoles sino los occidentales en general han igualado sus culturas, de manera que si algo puede constatarse es que es ahora cuando existen menores, casi inexistentes, diferencias culturales en España y en Europa.

Pero todo esto no figura en el relato de los independentistas. «España nos roba» es el eslogan que sintetiza su relato. Las élites nacionalistas han conseguido convencer a sus seguidores de que seguir en España es un lastre. Que al margen de España todo iría mejor: la democracia, la economía, el Estado de bienestar. Y desde luego, repiten una y otra vez, que la ruptura con el resto de España no sería óbice para continuar en la Unión Europea. Se les ha podido escuchar que el perjuicio que sufriría la Unión Europea sería de tal gravedad que se instrumentaría un procedimiento especial para que Cataluña siguiera en la Unión. Y ese relato ha calado en un alto porcentaje de la población, en particular de Cataluña.

Sin necesidad de ir más lejos en el tiempo, el pasado 23 de mayo una senadora de ERC interpeló al presidente del Gobierno y sin el menor reparo expuso como una verdad irrefutable que España ha expoliado y sigue expoliando a Cataluña. No es que se tratara de una novedad, pues esta tesis la repiten por doquier los independentistas, pero no deja de resultar sorprendente que estas afirmaciones se hagan en el Senado, donde se sientan representantes de todas las comunidades autónomas españolas. No importa nada que se haya demostrado que los que expolian a Cataluña son sus propios líderes, que se han enriquecido a su costa, ni que la Generalitat catalana esté gobernada de manera tan deficiente que haya conseguido ser la más endeudada de España, y que haya tenido que ser rescatada por el Gobierno central (aunque no sea la única) por su incapacidad para financiarse o para pagar a sus proveedores. Pero el relato, por falso que sea y por falaces que sean las amenazas de referéndum o de declaración unilateral de independencia, ha cumplido su misión: generar la división de los propios catalanes y de los españoles en general. Y esas divisiones producen heridas difíciles de sanar.

El Gobierno español ha rebatido el relato de los independentistas catalanes pero su eficacia ha sido muy limitada. Ha faltado convicción y el empleo de los medios con los que se rebaten eficazmente los relatos, es decir, con otros relatos más consistentes. Y aunque nunca se puede decir que es tarde, las cosas han llegado a un punto en que no es improbable que sea necesario utilizar instrumentos coercitivos que es probable que fortalezcan el relato de los independentistas.