Mariano Rajoy, además de crack de la década, es un portento de memoria. Acaban de soplarme que es capaz de recitar sin error, por ejemplo, todos los ciclistas que han coronado el Tourmalet en las últimas treinta ediciones del Tour de Francia. A mí, de Rajoy ya no me extraña nada. O sea que si ahora me dicen que una vez ganó un concurso mundial de tortilla de patata, también me lo creo. Sólo un fenómeno así es capaz de seguir siendo presidente del gobierno cinco años después de que se supiera que el tesorero de su partido guardaba 48 millones en Suiza.

Esta perplejidad también mide la inoperancia de la oposición política que le ha tocado en suerte. Y la inanición de buena parte de la judicatura.

Pero ahora, Rajoy aparece desencajado en sus comparecencias. ¿No lo notan? Como sudoroso, nervioso, lleno de muecas, más melifluo que nunca. Rajoy está nervioso porque vislumbra el tormentón catalán, sabe que va en serio y no tiene ni idea de qué hacer para evitarlo (en este sentido está empollándose qué ocurrió con Maciá y Companys, los ancestros de Puigdemont, a qué calabozos fueron enviados y todas esas logísticas). Rajoy se cargará la autonomía catalana cuando llegue el caso, y en ese momento, cuando pida el auxilio del Congreso, sólo encontrará 170 diputados a su lado, los suyos, los de Albert Rivera y el votito canario de Ana Oramas.

Ese será el instante de Pedro Sánchez. Esa será su única oportunidad. El clímax de todo su calvario. Entonces sí, y no ahora querido Pablo, lo siento cariño, Pedro censurará a Rajoy, dirá que a este mundo hemos venido a federarnos y hablará de plazos y de mayorías, como en Quebec, como en Escocia, como en el siglo XXI, y será votado presidente del Gobierno.

Ese sería un buen instante para Pedro Sánchez si no fuera porque Rajoy jamás lo consentirá. Disolverá las Cortes, convocará nuevas elecciones y se fumará un puro recordando todos los porteros que han ganado el trofeo Zamora en los últimos 50 años. Y la verdad es que este tormento parece no acabar nunca.