«Desmantelada València, desde Madrid;

arrasado el reino, fue lógico que esta irrupción -del vendaval blasquista- se produjese. Lógico y en cierto modo saludable». Martín Domínguez Barberà (1961)

El conseller de Transparència, Manuel Alcaraz, en intervención medida y académica -Fórum Europa- ha pintado un panorama medido y descarnado en el ámbito de sus competencias. Alicantino de cuna y docencia, de València en adopción y colega de su alcalde y presentador, Joan Ribó. Dos pilares de la izquierda valenciana. La Comunitat Valenciana camina a la disolución de Feria València, institución empresarial centenaria, tal como la hemos conocido desde su fundación en 1917. No es la manera deseable de celebrar cien años, pero es la mejor posible para preservar su porvenir sin que los desmanes -más de mil millones- corran a cargo de los contribuyentes. Exceso abyecto -reiterado y consentido- que se ha fraguado a lo largo de los últimos cuatro lustros. La imagen del mobiliario huérfano de Cierval y el recuerdo indeleble de sus trabajadores, apartados tras la liquidación de la patronal autonómica, es patética. Permanecerá en el imaginario de lo que nunca debería ocurrir en un colectivo que se dedica a pedir cuentas y a dar lecciones a los demás. Incapaz de administrar su casa con solvencia.

Sin burguesía. El 21 de mayo, Pedro Sánchez y sus fieles tomaron las riendas de un PSOE zarandeado. Los cuatro partidos -PP y Cs, a la derecha y PSOE con Unidos Podemos, a la izquierda- que constituyen el grueso de las mayorías parlamentarias probables reajustan alianzas. La lucha se circunscribe al espacio del centro. Todos quieren ser centro con adjetivos, menos Podemos, que se define como transversal. Es decir polivalente. Los valencianos ven en este planteamiento un túnel muy negro. Con palabras de Henry Lefevbre, «los franco-canadienses soportan una vida dura. Llevan una lucha difícil para sobrevivir y afirmarse. ¿Qué es lo que quieren defender y salvar?». Es su lengua, la cultura virtual, las infraestructuras, un peculiar modo de vivir. Los quebequeses, como los valencianos, carecen de base económica y social que sirva de justificación suficiente para la acción. Nos sentimos proletarios frente a un Estado que domina técnicas sofisticadas, intereses y capitales. Ahí comprobamos cruelmente nuestra inferioridad. Carecemos de una burguesía «nacional» válida con la que alinearnos. Ni nuestros dirigentes tienen las ideas claras para hacerlo con eficacia.

Partidos de aquí. En los mapas electorales, los valencianos carecemos de chance. El bipartidismo que surgió de la transición se ha convertido en una carrera con cuatro contrincantes: PSOE, PP, Cs y Podemos. Los valencianos, como tal, ni aparecemos. Si nuestros líderes no puntúan en el tablero español, algo tendremos que hacer para ser visibles. Sabemos que vamos hacia la radicalización de posiciones entre los bloques de derecha y de izquierda. En ambos hay integrantes de la vieja y de la nueva política. La Comunitat Valenciana, en esta primavera de 2017, tiene que marcar territorio con sus ciudadanos dentro. Vamos hacia un encontronazo entre Catalunya y el Estado. Deberíamos estar preparados para sus consecuencias.

Nos sentimos solos. Mariano Rajoy ya tiene bastantes problemas con vascos, catalanes y ahora canarios. Sólo le falta aumentar la mesa petitoria con los valencianos. La solución pasa por dos opciones políticas de adscripción y obediencia valenciana. Una, socialdemócrata y otra, liberal. Ambas transversales y con un solo señor que servir, el País Valenciano. Lengua, cultura, modelo económico, empleo, competitividad, productividad y la fuerza de la razón que impone la dimensión del 10 %. Las valencianos significamos el diez por cien español en casi todo -población, superficie, PIB-y en alguna cosa más, como en exportación y turismo.

Los necios traicionan. Los valencianos, si queremos sobrevivir, hemos de transformar y cambiar muchas cosas. No sirven las entidades e instituciones. Son obsoletas y están dirigidas por personajes trasnochados e incompetentes. Estómagos agradecidos del régimen anterior. El tiempo de la mediocridad y de calentar el cadirot, donde tener un buen pasar, se ha terminado. Los partidos han de primar la eficiencia sobre la lealtad. Esta última es nefasta para los ciudadanos y acaba convirtiéndose en traición de los necios. Ni piensan ni dejan discurrir.

Las próximas elecciones autonómicas de 2019 serán decisivas. Nadie sabe si en esos veinticuatro meses que restan, España será la que conocemos. Es preciso que quien rige el Estado no nos tenga por ingenuos ni imbéciles. Hay que contar con formaciones políticas autóctonas capaces de equipararse con sus homólogas de la España plurinacional, a la cuál vamos y es constitucional. Para los derechos y los intereses de los ciudadanos, tanto los procedimientos como los principios son fundamentales. En las urnas ganará quien llegue al ciudadano, que está harto de que lo toreen. Quien convenza de que lo importante es el elector y sus intereses. Que se merece lo mejor.