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A salto de mata

Algo falla cuando la improvisación alcanza a las cuestiones de Estado. Las estructuras de poder están quedando hoy al albur de estrategias llamativas guiadas por esquemas elementales, pese a que los dilemas sean cada vez más complejos. Este fenómeno afecta ya a las naciones más desarrolladas, desafiando los cimientos de los sistemas surgidos tras las revoluciones liberales de hace dos siglos.

La inquietud que esta situación provoca es paralela al riesgo que supone de ralentización o retroceso de la prosperidad: nunca han logrado triunfar en ningún sitio las propuestas improvisadas, sino aquellas guiadas por doctrinas sensatas y basadas en evidencias.

En Estados Unidos y Francia han seguido últimamente esta aciaga tendencia. En muy poco tiempo, las opciones ganadoras han podido concebirse y organizarse para llegar a palacio, y ello frente a los aparatos de los partidos tradicionales, postergados en este nuevo escenario en el que lo nuevo prima, aunque no traiga nada diferente.

Un grado no menor de culpa en todo ello reside en la falta de responsabilidad de las formaciones que han venido sucediéndose hasta ahora en los gobiernos. Aunque las democracias occidentales les deban el progreso, estabilidad y paz tan prolongados desde mediados del siglo pasado, ha de reconocerse que no siempre han sabido actualizar sus idearios ni cuidado con el esmero debido la selección de sus cuadros representativos. Ello ha podido conducir a un hartazgo ciudadano traducido en el apoyo a nuevas alternativas, a pesar de que estas adolezcan de similares inconvenientes o incluso peores.

El caso francés es paradigmático. Han votado mayoritariamente a una candidatura con deliberada configuración plural, transversal la llaman, en la que lo único importante es la República, pero sin saber de qué clase de República hablamos. Si al menos se hubiera apostado por la tecnocracia, nada cabría objetar, pero no parece haber sido esa la elección, sino la de un aspirante con buena presencia y juventud que pretende aglutinar en su ejecutivo a ideologías opuestas, con la principal misión de gobernar Francia, algo que ya se irá viendo en qué consiste.

A diferencia de las coaliciones en otras naciones europeas, en que partidos incluso contrarios ideológicamente suman sus votos para gobernar, a partir del reparto de carteras y de puntos programáticos puestos por escrito, en Francia no sucede ya ni eso, dejando a la improvisación las principales líneas a seguir, en una especie de yenka que deberemos seguir a diario como lo hacemos con las ocurrencias del actual líder norteamericano, aunque todo parezca indicar que sin tantos sobresaltos.

Seguro que el baño de realismo que ha debido empapar al nuevo presidente galo tras su victoria le ha hecho repensar ese republicanismo suyo sin ideas, o con todas las ideas juntas y revueltas, pero ha de ser consciente de que su inclinación hacia el postureo calculado, la ubicuidad y el cabildeo, ese vacío socioliberalismo de repisa de droguería, de no venir pronto acompañado de resultados, abocará a un reforzamiento notable de su principal adversario, que sabemos que cuenta con argumentario tan sólido como tóxico, y eso sí que puede representar un delicado desafío para Europa.

No están en crisis los partidos de siempre. Pero lo pueden estar bien pronto si continúan apelando a que son el mal menor o si no se abren a sus potenciales votantes, relativizando a sus militantes. Donde así lo hacen, como sucede en Alemania, cuentan con excelente salud y aseguran esa necesaria continuidad que precisa todo progreso.

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