La globalización facilitada por la asombrosa transformación tecnológica que disfrutamos es irreversible. Activado un cambio de época, ahora hay que idear las soluciones para los problemas que han aparecido y aparecerán inevitablemente. Las soluciones pasan por un rearme ético e intelectual que nos reoriente, ayudándonos a salir de la relativa confusión por la que transitamos, de la sórdida sensación de que todo da igual, nada es admirable ni digno de emulación, de que todo es un desastre, empezando por nosotros mismos. No es verdad.

No sabemos todavía a qué atenernos del todo, salvo los oportunistas, que están a su cálculo, raramente coincidente con lo que es bueno para todos, lo razonable o lo sensato. Tenemos que distinguir el grano de la paja para perfeccionar nuestra realidad con la razón, en lugar de seguir al flautista de Hamelín de turno y ofuscarnos con la sinrazón y la violencia. No es difícil, basta escoger el bien y rechazar el mal.

Wislaba Szymborska escribió, a propósito de El polaco estadístico de Irena Landau, que era «un libro fácil de digerir, aunque poco nutritivo». Acertó así a motejar nuestra época con precocidad de augur. Todo alimento intelectual se nos presenta hoy, por lo general, en imágenes fáciles de digerir, reducido a síntesis mal bosquejadas, con un lenguaje empobrecido a fuer de pretendidamente universal y ostentoso, pero estólido y poco nutritivo.

Los científicos y los poetas saben bien, por propia experiencia, que cuando nos obnubilamos es conveniente cambiar de perspectiva. Probar de nuevo, de otra manera, es la constante porfía que alimenta nuestros mejores sueños, nuestra infinita esperanza. Los mejores, los admirables, Wislaba, por ejemplo, nos regalan confiadamente su sabiduría, en razón de sus penetrantes criterios, no de sus intereses, como los oportunistas. La aparentemente abrumadora estadística solo es una herramienta, pero no un argumento y menos un sentido.

Frente al ensordecedor estruendo del discurso tecnocrático ensayemos la perspectiva del hombre, del hombre y la mujer despojados que son la medida verdadera de las cosas. La perspectiva de nuestro desamparo, nuestro miedo, nuestra desolación y nuestra debilidad, la perspectiva de nuestra despierta inteligencia, de nuestra voluntad de amar, de nuestra capacidad de imaginar, de decir y de escuchar, de esperar y de recordar, de dar y de recibir. La enriquecedora perspectiva de nuestro sufrimiento, el infinito deseo de vencer a la muerte con el arte, con la vida, con la fe en la Resurrección que estos días recordamos, con la tenaz voluntad de perdurar.

La otredad y la tolerancia, antídoto contra la obtusidad, son muy necesarias. Dijo luminosamente Isaiah Berlin que «?Quien crea en la existencia de una verdad sola, y en la existencia de un solo camino hacia ella, una solución exclusiva que debe forzarse a cualquier coste porque solo en ella estaría la salvación de su clase, país, iglesia, sociedad o partido; cualquier persona, repito, que piense de este modo contribuirá finalmente a crear una situación en la que correrá la sangre de aquellos que se le oponen...». Los dogmáticos suelen ignorar en su prepotencia que, una vez azuzada la jauría humana, también ellos corren peligro, no solo sus víctimas, todos lo corremos.

¿Cómo explicarnos que en Europa resuene de nuevo el eco de los discursos liberticidas? ¿Los Goebbles y los Lenin contaron solo con la radio, que no harán hoy sus descendientes morales en las modernas redes sociales? Desde luego no se trata solo de tecnología.

El 10 de mayo de 1933, en la Belbelplatz berlinesa, al final del bulevar Unter der Linden, a las puertas de la Facultad de Derecho de la Universidad Humboldt, se produjo la ignominiosa imagen de la quema de libros, protagonizada por miembros de las camisas pardas y las juventudes hitlerianas. Berlín, la mártir, sufrió luego largamente el totalitarismo comunista. Hoy en la misma plaza existe un monumento consistente en una pieza de cristal sobre el suelo, que deja ver estantes de libros vacíos en el subsuelo; a su lado una placa con una cita de Heinrich Heine, una frase de 1817, más de un siglo antes, que dice: «Eso sólo fue un preludio, ahí en donde se queman libros, se terminan quemando también personas» .

Chesterton escribió, quizás pensando en nosotros: «Supongamos que en la calle se produce una gran conmoción por algo, digamos una farola, que muchas personas influyentes desean derribar. Se consulta sobre el asunto a un monje de hábito gris, que es el espíritu de la Edad Media, y este empieza a decir, a la manera árida de los escolásticos: ´Consideremos ante todo, hermanos míos, el valor de la luz. Si la luz es buena en sí misma....´ En este punto, y de un modo bastante excusable, se prescinde de él. La gente se abalanza hacia la farola de gas, que es derribada en diez minutos, y todos empiezan a felicitarse mutuamente por su sentido práctico anti medieval. Pero, como suele suceder, las cosas no resultan tan fáciles como parecen.

Algunos han derribado la farola porque querían luz eléctrica; otros porque querían hierro viejo; otros porque querían oscuridad, porque sus acciones eran malas. Unos pensaban que con una farola no había luz suficiente, otros que había demasiada; algunos actuaban porque querían destrozar un equipamiento municipal; otros, simplemente porque querían destrozar algo. Y por la noche hay guerra, sin que nadie sepa a quien golpea. Así que gradual e inevitablemente, hoy, mañana o pasado mañana se impone el convencimiento de que el monje tenía razón, en realidad, y de que todo depende de cuál sea la filosofía de la luz. Solo que lo que podríamos haber discutido bajo la farola de gas, ahora tenemos que discutirlo a oscuras».

La macilenta luz de gas de la farola ilumina el imperio de la ley y la defensa de la libertad. No nos confundamos con la jauría humana, título de la película de Arthur Penn, protagonizada por Marlon Brando, que algo enseña sobre la dignidad y la valentía moral.