Creo que si el Orfeón Donostiarra y los Coros del Ejército Ruso hubiesen entrado juntos cantando a plenísimo pulmón en la sala de espera del hospital donde me hallaba, en calidad de familiar acompañante, nadie se habría apercibido de ello. Cómo nos gusta gritar, cuánto placer encontramos en compartir a voces los pormenores más nimios del enfermo al que visitamos o los detalles más escabrosos de su evolución con aquellos desconocidos a quienes nada incumben, despreciando por completo que cada cual tiene lo suyo y no se encuentra allí por gusto. Con lo cual hice lo que en tales casos suelo que fue sumergirme en la lectura, oír sin remedio la algarabía a mi alrededor, pero no escuchar nada de la misma. Y la suerte me acompañó. En el dietario de Josep Pla que me acompañaba, encontré un párrafo que estuve a punto de saltarme por no tentar la suerte en el lugar donde me encontraba. Se trataba de la descripción de un entierro. Pero como Pla me lleva tan dulcemente de la mano me dejé ir. No puedo resistirme a reproducirlo para deleite de ustedes: «Por la tarde veo pasar por la calle de Cavallers un entierro envuelto en la tramontana. El viento hace tintinear las coronas y parece como si las uñas de un gato arañasen la hojalata. Pone carne de gallina. Las cintas revolotean sobre el coche mortuorio como los brazos de un pulpo, como los velos de Salomé, para decirlo más finamente. En lo alto de su asiento, el cochero ha quedado como aplastado y resumido, como un monigote que hubiese recibido un enorme mazazo sobre la gorra de charol y hubiese quedado comprimido. En medio de la luz rutilante, afilada, cruda, de la tarde; bajo el cielo despoblado, metálico, inmenso; en el vacío de la calle, el entierro con el cortejo vestido de negro, tiene un aspecto irrisoriamente grotesco. El cura, con el roquete hinchado lleno de viento, parece como si fuese a ponerse a flotar en el aire de un momento a otro. El monaguillo, con la cruz alzada, tiene dificultades para caminar. Los del duelo no pueden dar a su cara ninguna compunción: tienen bastante trabajo en sujetarse el sombrero con las dos manos. Las campanas tocan a muerto y el viento se lleva su gravedad: los toques volean, de aquí para allá, como andrajos. El entierro enfila el Carrer Estret y parece un animal extraño y fabuloso que camina contra una fuerza siniestra».

Me detuve fascinado y me vi releyéndolo y releyéndolo sin saber qué me había atrapado exactamente, imantado esta vez con tanta fuerza. Quizá la escalofriante imagen del gato. Pero no era eso. Quizá la magistral comparación de las cintas con los brazos del pulpo. Pero tampoco. Quizá la prodigiosa exactitud de los grupos de tres adjetivos perfilando, cincelando el sustantivo («rutilante, afilada, cruda» o «despoblado, metálico, inmenso»). No, no. La parte descriptiva del «capellá» o «l´escolá» imposible por ser solo necesaria para que avanzase la acción descrita. ¿La colosal potencia de la culminación, ese «animal extraño y fabuloso que camina contra una fuerza siniestra»? Admirable, apabullante. Pero la fascinación que me había secuestrado el ánimo estaba en otro lugar del párrafo. Estaba en un adjetivo, en el adjetivo «resumido». El frío tramontano había hecho encogerse al cochero fúnebre, lo había dejado como aplastado, como si le hubieran dado un mazazo que lo hubiese comprimido. Hasta ahí de acuerdo; pero hasta ahí no pasaría de buena prosa, no nos haría cerrar el libro y quedarnos taquicárdicos y cegados por el fogonazo de la palabra exacta, de la verdad más verdadera, la que solo es capaz de revelar la literatura de gran tonelaje. El cochero «resumido». Reducido a lo breve y preciso, solo a lo esencial, una figura mínima en el pescante. Genial. Entre el barullo infernal de la sala de espera, una figura sonreía silenciosa en una esquina. Era yo, leyendo.