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Elogio y crítica socialistas de la nación

Fue Patxi López, hijo de maquetos en el País Vasco que llegó a lehendakari gracias al apoyo de un vasco españolista, Antonio Basagoiti, quien noqueó a Pedro Sánchez en el debate interno a tres de los socialistas: ¿pero tú sabes qué es la nación? Sánchez, agitador de las bases, al que las coyunturas le obligaron a pactar con los catalanes del PSC, enmudeció. Unos días antes había propuesto, Sánchez, reconocer a Cataluña como nación, lo que matizó poco después al añadir que se refería al concepto de «nación cultural». Patxi, claro, con la ironía que da haberse criado en la margen izquierda de la ría de Bilbao, ahondó en la herida: ¿pero tú sabes qué es la nación?

Tras su arrolladora victoria, Pedro Sánchez ha optado por el silencio doctrinal. Son sus círculos de fieles los que han ido fogueando el discurso de esa socialdemocracia a refundar que pretende el sanchismo. En primer lugar, José Luis Ábalos, un espabilado dirigente curtido en mil fontanerías, con buen callo y escasamente nacionalista. Curiosamente, en Valencia los equilibrios del PSOE parecían intercambiados: Ximo Puig, Alfred Boix, Vicent Soler, Francesc Colomer€ de convicciones y talantes más valencianistas optaban por el neoespañolismo de Susana Díaz, mientras que a Ábalos, otro hijo de emigrantes, le toca asumir la deriva catalanista de Miquel Iceta, el gran apoyo de su apuesta por Sánchez.

En los últimos días han emergido otras personalidades socialistas además de Ábalos en el entorno del repuesto secretario general del PSOE. La exministra de cultura Carmen Calvo, que en realidad es profesora de Derecho Constitucional, tuvo una intervención televisiva gloriosa tratando de explicar lo que diferencia un estado autonómico de otro federal. Para ser federales de verdad, vino a decir, falta el principio de lealtad. No explicó más, ni cómo se sustancia ese principio ni si la lealtad a la que se refería hunde sus raíces en los juramentos del vasallaje feudal.

Menos vaporosa pero igual de confusa resultó la aparición como tertuliana de otra exministra, Cristina Narbona, esta de medio ambiente, famosa por su cruzada contra el plan hidrológico nacional. Narbona, en su día pareja de Josep Borrell -furibundo anti-nacionalista-, postuló también una solución federal para España que superaría el llamado acuerdo de Granada y que, en todos los casos, negaría la capacidad soberana a Cataluña y cualquier tipo de referéndum.

La llamada declaración de Granada fue, en verdad, un invento político de Alfredo Pérez Rubalcaba -factotum también de las primarias-. Se trata de un documento cargado de espesa retórica para justificar cuatro medidas de alcance relativo: incluir el mapa autonómico en la Constitución, fijar las competencias del Estado «con la precisión que sea posible», crear un nuevo modelo de financiación y convertir el Senado en una cámara territorial€ En definitiva, una salida política al colapso catalán que procura menear el gallinero pero sin molestar a ninguna de las gallinas.

Esta confusión socialista en torno a la nación no ha de resultarnos extraña, toda vez que el mismo concepto de nación está sumido en una gran nebulosa, incluidas las soluciones federales y confederales al estado, y más si son plurinacionales y hasta provenientes de antiguos imperios. En tales cuestiones, cada uno se arregla la administración como puede y se adapta a sus circunstancias, como decía Ortega y Gasset, un autor que conviene leer para entender algo de este asunto pues fue uno de sus temas predilectos, el de la nación, española e inveterada, y creador del término «conllevancia», su única solución posible para la unión de Cataluña con España.

La nación, como deben saber, es una idea muy reciente en la historia, que se cuece durante el romanticismo alemán, en el siglo XIX, aunque estaba en el ambiente general de la Europa de aquel momento como movimiento anti-ilustrado y anti-monárquico gracias a la emergencia de una nueva burguesía de carácter industrial. Ya entonces las disputas fueron intensas e imprecisas. El alemán Von Herder, por ejemplo, consideraba la raza, el carácter de un grupo étnico, lo constitutivo de la nación, pero lo que en él era la consecuencia de una adaptación histórica a un medio geográfico determinado ya saben en qué acabó una centuria y media después durante el nacional-socialismo.

En Italia también hubo polémica con Giuseppe Mazzini -autor de un libro iluminado: Una nación libre-, quien soñó con una república liberal italiana y, por ello, recibió tanto el descrédito de la monarquía de los Saboya como un furibundo ataque de Karl Marx, que lo calificó de imbécil por pretender sumar los intereses del proletariado al liberalismo pequeño burgués. De esta acalorada discusión no debió recibir notas nuestro Joan Fuster, autor del relato canónico del nacionalismo valenciano pero, a su vez, creyente de las explicaciones del materialismo histórico marxista. Más líos.

Como los que enfrentaron a Sánchez Albornoz y Américo Castro en busca del origen verdadero de la nación española. Un debate que solucionaron a la tremenda los intelectuales de Francisco Franco, en especial a partir de su película Raza, de Sáenz de Heredia, y de aquella maquinaria de construir españolismo que fue la valenciana Cifesa de los Casanova, películas que pudimos revisionar, por cierto, en los años gloriosos de la Mostra socialista. Vivir para ver en la nación siempre afligida, tal vez, esa mater dolorosa decimonónica como la ha descrito el historiador Álvarez Junco.

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