Llamaremos congraciante al individuo que no intenta caer bien sino congraciarse; al sujeto que no considera suficiente su personalidad lironda para que lo aprecien los demás y añade como adehala un manojito de humillaciones; al desgraciado cuyo complejo de inferioridad es tan gordo que aliña su relación social traicionándose a sí mismo. La escasa personalidad y la inteligencia roma producen congraciantes, perrillos cobardes que se tumban patas arriba y sueltan el pipí del miedo ante los perrazos gordos y despóticos que suelen ser muchos de sus congéneres. Algunos congraciantes hacen chistes fáciles, chistes malos, chistes a voleo traídos por los pelos. Otros, en cambio, buscan el arrimo del chascarrillo sicalíptico, siempre obtuso y reiterativo. Y los más dan cabezadas de mulo —quiérese decir que asienten como palomos, pero con una sonrisa estúpida y unos ojillos cómplices vaya usted a saber de qué— a cualquier subnormalidad pronunciada en el grupo cerrado y generalmente lleno de tontos al que pretenden agradar.

No importa lo sonoro que sea el rebuzno: el congraciante no hace ascos a ningún truño verbal. Todo todo lo aprueba; todo lo aplaude; a todo sonríe con una mueca boba que más parece sufrimiento por las contorsiones de su conciencia que alabanza natural. Porque los congraciantes no lo pasan bien. Están a disgusto con su autoabdicación permamente. Sufren a cada falsificación que se infligen, ven las estrellas con los pinchazos de su apocamiento y sienten crujir su personalidad al apretarla con el corsé del pánico.

No es malo socializarse. La sociabilidad es humana. Lo malo es hacerlo de una manera tan lastimosa, tan encogida, tan acoquinada. Los congraciantes enrarecen el ambiente con el sumifigio apestoso de la falsedad, aumentan la hipocresía con sus consentimientos timoratos e intensifican el aislamiento de las almas nobles. Pocas cosas hay tan perniciosas como los congraciantes. Observadlos a vuestro alrededor, tan populares, tan integraditos, tan a favor de corriente, tan en consonancia con el discurso en boga, tan anuentes, tan beneplácitos, tan abolidos, tan arrastrados. Incluso los hay que se vienen arriba con el primer éxito y se abrazan patéticamente a la ordinariez que un día les aplaudieron. La repiten continuamente sin acertar a soltarla, estancando su repertorio, acomodándose, repitiéndose y encasillándose. Son los congraciantes anquilosados, de piño fijo y súplica empalagosa; los amoladores, los chinchorreros de la congracencia; los que nunca se arriesgarán con una chirigota nueva. Qué lástima dan los congraciantes, tan arrebujados en el grupo ganador, tan complacidos con la protección del rebaño, tan mistificados, tan ilusionados, tan engañados, tan imbéciles y tan solos.