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El legado de «Masa Enfurecida»

El pasado 6 de junio se cumplió un año del cierre de una de las cuentas más populares de Twitter en España: @masaenfurecida. La red social pidió al colectivo Masa enfurecida un número de teléfono para identificar a estos irritantes tuiteros que escribían siempre en mayúsculas (o sea, gritando) y repartían estopa a diestro y siniestro.

Respondieron indignados. Ellos no daban el teléfono ni a Dios. Decían que creían en la libertad de expresión «y en hablarle de manera clara y transparente al poder». Pero siempre amparados por el anonimato, que suele ser la antítesis de la transparencia. En su comunicado de despedida -por supuesto en mayúsculas, gritando- dejaron una escalofriante definición de lo que eran: «La masa no tiene identidad ni móvil, ni ratón calculadora. La masa sólo tiene dogales, antorchas y tridentes, alquitrán y plumas». Son esos lugareños de una película de terror que, al mirar por la ventana, de noche, han venido a quemar tu casa. Los que salen de estampida dejando el cadáver de un ahorcado pendulante. Los que nunca sabes quiénes son, pero son tus vecinos. El último estertor de Masa enfurecida fue una de las declaraciones más preclaras de lo que podemos esperar de una sociedad vertebrada a través de las redes sociales.

Las redes son el nuevo espacio de intercambio social, supuestamente horizontal e hiperdemocrático. Allí se capitaliza cada ciudadano: vales lo que valen tus likes o los retuiteos que recibes de la hinchada.

Pero la red no es para hablar. Ni para hacer nación, país o pueblo. El escritor Juan Soto Ivars, en su último libro -Arden las redes- sostiene que el nuevo Torquemada se reencarnaría en la red social. Opina que el ser humano se comporta frente a Twitter o Facebook (excluyamos Instagram, donde el mundo acontece cándidamente) como lo hace cuando está al volante de su automóvil y grita, insulta y escupe amparado por la impunidad de la carrocería. «Las redes nos sumergen en una fantasía delirante: nos hacen creer que todo el mundo nos da la razón, y que quien no nos la da es un enemigo mortal», reflexionaba recientemente en una entrevista. Así se dirimen los asuntos cuando hay teclados y pantallas de por medio: «Una discusión de cena de Navidad acaba con todos borrachos y abrazados tras la pelea. En una discusión en las redes, cada uno tira por su lado, reconcomiéndose. En las redes, la última palabra, siempre es de agravio, nunca de pacificación».

¿Pero esto es realmente importante o, como nos ocurre en los atascos de tráfico, la ira se difumina cuando abandonamos el vehículo y volvemos al mundo real? ¿Dejamos de ser masa enfurecida cuando apagamos el móvil? Cada día más, aparecen voces que alertan de que este cambio radical en la forma de relacionarnos -tan cercana y lejana a la vez- trae un cambio trascendental para nuestra especie. El escritor y catedrático jubilado de Estética Félix de Azúa, prevé un «giro global, como el que sustituyó el paganismo por el monoteísmo». Un «trastorno colosal» que acabará con cualquier posibilidad de democracia y anuncia el advenimiento de «una nueva era demagógica, similar a la de los inicios del cristianismo, cuando los ciudadanos se abandonaban a la superstición y quedaban presos de unos demagogos que prometían la vida eterna. O la nación libre». Y continúa: «La opresora violencia de chats, redes sociales, tuits, o como quiera que se llame esa nube de palabrería, cada día se ve con mayor claridad que es una herramienta de extorsión. Nadie duda que las campañas de calumnias, agresiones y mentiras están dirigidas por servicios de obediencia oculta. No es casual que la capitalidad del pirateo y la trampa se la atribuyan mutuamente Rusia, EE UU, Corea del Norte y China. A un nivel enano, también son agencias al servicio de los demagogos las que calumnian en nuestro país a todo el que les molesta». ¿Realmente cerró la cuenta @masaenfurecida?

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