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Primer paso: reconocer la propia corrupción

Tendría que haberle salido una nariz tan grande como la de Pinocho al jefe del grupo parlamentario del Partido Popular con cada una de sus mentiras durante el debate en torno a la fallida moción de censura de Podemos contra el jefe de Gobierno.

Fiel a su estilo, Rafael Hernando estuvo no sólo prepotente y chulesco, sino que utilizó las estadísticas como le convinieron para convencer - ¿a quién?- de que no sólo su partido es el más social, progresista y justo de España sino también el que más ha luchado contra la corrupción.

"Partido honesto, honrado y decente" lo calificó el portavoz, aprovechando la tribuna que le brindaba el Congreso y el hecho de que allí no exista el perjurio y se pueda por tanto mentir impunemente.

Y ése es precisamente el mayor problema que tiene no sólo el PP, sino quienes le han votado una y otra vez a pesar de la proliferación de casos de corrupción que salpican a sus dirigentes.

Mientras no reconozcan la corrupción como problema real y profundo que corroe la propia democracia, no hay curación posible, como no la tienen los alcohólicos o a los drogadictos si se niegan a admitir su adicción.

Pero al PP le ha ido hasta hace poco tan bien con un electorado tan acomodadizo como poco crítico con los suyos que tal vez sus dirigentes no crean que les merezca la pena a estas alturas cambiar de estrategia sino seguir retorciendo la verdad.

Visto desde la distancia geográfica - seguí las intervenciones debate por radio desde fuera de España-, el debate puso además de manifiesto la enorme distancia existente entre los modos y maneras del PP y los de los otros partidos.

Sigue el primero instalado en su clasismo, su insufrible soberbia y su autoritarismo, recurriendo al insulto, al ninguneo y a las descalificaciones en lugar de responder con argumentos, y no con insultos, a las razones de sus rivales.

También dejó en evidencia el debate la profunda incomprensión que tiene el PP del problema de Cataluña, que no hará sino enconarse cada vez más de persistir el Gobierno en su tozuda negativa a reconocer su gravedad y buscar una salida que no sea el "sostenella y no enmendalla" a que nos tiene acostumbrado.

Como estaba previsto, la moción de censura fracasó, pero el debate no fue ni mucho menos ese número de circo de que con tanto desprecio habló el PP: nunca han estado tan claras las razones para la urgencia de un relevo en La Moncloa.

¿Sabrá aprovechar el momento toda la izquierda? ¿O seguirán, por el contrario, mirándose unos a otros con desconfianza en lugar de buscar esa unidad que ahora más que nunca se necesita?

En el Congreso escuchó al menos un nuevo tono en las intervenciones del PSOE y de Podemos y sus confluencias. Un tono que parecía apuntar al futuro e hizo que el del PP resonase aún más rancio que nunca.

¡Seamos por una vez optimistas y desmintamos aquellos versos tan amargos de Jaime Gil de Biedma que alguien citó en el debate parlamentario: "De todas las historias de la Historia, la más triste sin duda es la de España porque termina mal"!

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