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Vox populi

Todo Podemos a una, como una Fuenteovejuna 3.0, ha apoyado al alcalde de Cádiz, José María González, en la decisión del gobierno municipal de conceder la Medalla de Oro a la Virgen del Rosario, patrona de la ciudad para los fieles de la Iglesia Católica Romana. Los argumentos, como cabía esperar, son muy divertidos. Para el alcalde en particicular y Podemos en general distinguir a una talla policromada con la Medalla de Oro - que ni es persona física ni jurídica, ni carne ni pescado, ni rosa ni clavel - no tiene nada que ver con las creencias religiosas. Se le otorga una medalla a la virgen -después de desarrollar el correspondiente procedimiento administrativo - porque lo pide el pueblo. Esa triquiñuela de agazaparse en los brazos del pueblo para que nadie te pueda acusar de favorecer, amparar o asumir, desde los poderes públicos, creencias religiosas concretas, es bastante miserable. La expresión Vox populi, vox dei, no significaba que la voz popular se situaba jerárquicamente por encima de toda otra autoridad, sino, muy al contrario, que Dios Nuestro Señor hablaba a través de la gente vulgar y corriente.

Achacar a Podemos una actitud falsaria e hipócrita es casi tan ingenuo como esperar milagros de vírgenes y santos por muy enmedallados que estén. El alcalde gaditano no actúa así por una maldad atrabilaria, sino por cálculo electoral. Mantener una exquisita actitud laicista - que es lo que corresponde en un Estado aconfesional - le supondría un coste político que podría terminar en un serio descalabro y que no está dispuesto a asumir. En un pequeño municipio tinerfeño, Buenavista del Norte, nunca se perdonó que su alcalde entre 2011 y 2015, Antonio González Fontes, militante de Sí se Puede, no se colgara literalmente de las procesiones y cultos religiosos, como hacen casi sin excepción los padres y madres de la patria en nuestras ínsulas baratarias y en toda España. González Fontes fue un buen alcalde, pero no logró revalidar el cargo, y se me antoja bastante obvio que no bailarle el agua bendita a curas y tallas y congregaciones tuvo una parte importante en su fracaso electoral. Porque son los ciudadanos los que castigan la aconfesionalidad y no ningún demoníaco -con perdón - poder oculto en las tinieblas democráticas. Son los electores los que desconfían y desdeñan a los pocos responsables públicos que pretenden tomarse en serio el fundamental precepto constitucional de la separación del Estado y la Iglesia. No es nostalgia popular del nacionalcatolicismo, sino el susceptible anhelo de que, en ciertas ocasiones, Iglesia y Estado se rocen y toqueteen para satisfacción de mis propias costumbres y tradiciones religiosas, que forman parte de la identidad individual y colectiva. Por algo el PSOE de Felipe González, a lo largo de casi quince años de mandato ininterrumpido, no avanzó más allá de lo estrictamente necesario en materia de laicización del Estado. Porque a una muy amplia facción de su electorado le hubiera chirriado muy desagradablemente. Podemos ha tomado nota. De la experiencia socialista y de la reluciente y vivísima mugre religiosa que todavía, y por muchos años, cubre la idiosincrasia española y sirve de simbólico elemento de cohesión de familias y comunidades. Las urnas son las únicas caracolas en las que Pablo Iglesias o José María González escuchan el rumor oceánico de la voz del pueblo.

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