Querido abuelo, hace cuarenta años, siendo yo un niño de apenas 10 añitos, me llamaste a tu lado y a la vera de la lumbre de mi pequeño pueblo extremeño, degustando una morcilla patatera y un vino de pitarra, me hablaste como a un hombrecito sin yo serlo.

Me contaste que tú no sabías nada de eso que otros llamaban democracia o elecciones porque tú eras analfabeto y además muy viejo (la vejez no tiene cura, decías, y si la tiene poco le dura), me dijiste que nunca habías oído hablar de partidos políticos, de referédum, constitución o de urnas y que creías que votar estaba más relacionado con los partidos de fútbol o baloncesto que con aquel gesto que te disponías a realizar ese día, ese mes de junio caluroso.

¿Y sabes por qué, si no sé nada de todo esto, quiero votar? Porque, me dijiste apoyándote en tu bastón de roble, tengo miedo, porque no quiero que tú vayas jamás a una guerra. Luego, te arremangaste la camisa y me enseñaste los restos de metralla que albergabas en tu costado, restos de la guerra incivil en la que te obligaron a participar. Después, te levantaste, agarraste un sobre blanco y otro sepia, saliste por la puerta y yo me fui a votar la pelota con mis amigos del pueblo.

(Años después, siendo ya profesor, le he contado alguna vez a mis alumnos esta anécdota, la única batalla que mi abuelo me contó porque él jamás hablaba de la guerra pero aquel día de junio, hace cuarenta años, quiso entregarme un legado que empiezo a entender ahora.

Yo soy un hijo de la democracia, entiendo el concepto y no necesito que, como en el siglo XIX le pongan un nombre de mujer a la Constitución (La Pepa) para que los españolitos analfabetos lo entiendan. Sin embargo, hoy el analfabetismo no es de corte académico, sino de corte ético. ¿Necesitamos hoy acaso el miedo a una guerra para poder apreciar el valor de la libertad? Hoy, parece ser, la palabra libertad se vende muy barata. Tucidides, el historiador griego, en su Guerra del Peloponeso, nos dice que «el secreto de la libertad es el coraje.» La libertad no es una pose, ni un slogan, ni un arma arrojadiza, sino un ejercicio de valentía. Y solo podemos ser valientes si tenemos miedo. Miedo a perderla.

Parece que hoy, políticos de uno y otro signo, han perdido ese miedo. Debe ser que se sienten libres ya y tienen la desfachatez de decir que la transición fue tambien otro «régimen» o la desfachatez de decir que el «sistema» les oprime y que desean ser libres e independientes «de verdad»).

Querido abuelo, necesito que vuelvas un día por estos lares y traigas tu bastón y que te líes a garrotazos con esta nueva casta de políticos que se llenan la boca de calumnias, desagravios, iniquidades y todo tipo de latrocinios. Necesito que te líes a garrotazos con los que detentan el poder y, de paso, se creen dueños de las libertades, como si la libertad fuese eso, un hecho y no una conquista. Pero, sobre todo, quiero, abuelo, que les traigas no la paz sino, como decía Nietzsche, la guerra y con ella el miedo y con él el coraje para reconocer que solo desde el diálogo, el entendimiento, la concordia, el buen rollo y por qué no la amistad se puede construir un país donde la ira y el cainismo no sean el pan de cada día, un país del que tú, abuelo, pudieses estar orgulloso.