Hace poco, los medios de comunicación se hacían eco de la denegación de subvenciones de la Generalitat a proyectos de investigación por no reflejar sus equipos la paridad de género que las bases especificaban. Parece que se denegaron más de la mitad de las solicitudes por este requisito, lo cual produjo quejas manifiestas.

Desde un análisis rápido de la cuestión, cabría pensar que en investigación lo importante no es el sexo de los componentes de los equipos -sexo, pues el concepto de género es más amplio, y sin embargo solo se trata la paridad entre hombres y mujeres, sin matizar otras opciones genéricas- sino su cualificación profesional. Pero claro, esta reflexión se podría extender a cualquier ámbito, también a la política, sector que ha tratado de liderar la corrección en este ámbito de la paridad -especialmente la izquierda, la derecha no tanto. Olvidaríamos entonces que de lo que se trata es de promover una igualdad de oportunidades contra una inercia histórica que ha reservado los lugares de poder para los hombres, por encima de su cualificación profesional. Y esto es así, de manera que el establecimiento de requisitos de paridad parecen estar justificados precisamente para luchar contra esa inercia.

El problema es cuando se convierte en un principio totalitario de exclusión, más que en una cualidad a valorar. Así, sería mucho más adecuado que se puntuara positivamente la paridad en los equipos investigadores, pero que su incumplimiento no diera lugar a la exclusión de las solicitudes, sobre todo si el proyecto es interesante. Pienso que una radicalidad sin matices en cuestión de paridad no beneficia el sentido final de consenso social, sino que suscita rechazo. De hecho, la contrainercia progresa adecuadamente incluso sin medidas de este tipo: hace ya años que en mis asignaturas las matrículas de honor se las llevan siempre mujeres -o gais- porque son mejores. Es cuestión de tiempo, de una generación más, para que la propia lógica de la calidad iguale a mujeres y hombres en cuestiones de liderazgo y cargos.

Mientras tanto, creo que sería oportuno no perder el sentido de lo importante: en un hospital, por ejemplo, no sería tan deseable que la mitad de los médicos fueran hombres y la mitad mujeres, como que se contratara a los mejores independientemente de su sexo, raza o nacionalidad, y si hay más mujeres buenas, por ejemplo, no habría que despedirlas para no perturbar el sacrosanto 50 % porque lo importante es que hagan bien su trabajo, ¿no? Pero sí, todavía nos queda vencer una inercia milenaria, y para ello bien está valorar la paridad, pero sin un radicalismo que enturbie el criterio de cualificación.