Cada eslabón de la red de caminos -la senda, el camino, la carretera- cumple un papel esencial, único, aunque la obsesión por situarnos en los peldaños más altos de la gama -como ha ocurrido con el ferrocarril- ha abandonado una parte importante de nuestro patrimonio viario, empobreciendo nuestro territorio y provocando graves desequilibrios ambientales y sociales.

En nuestras escuelas de Caminos nos enseñaban a proyectar las carreteras de acuerdo con una normativa que se ha visto desbordada por los acontecimientos. Los parámetros velocidad específica o velocidad de diseño garantizaban no tanto la seguridad como la fluidez de los vehículos. En cambio, la moderación del tráfico, las distintas técnicas para conseguirla, todavía no figura en el proyecto de nuevas carreteras o en la reforma de las existentes. Tienen estas medidas un objetivo básico, como es disuadir por la fuerza de los hechos a los conductores, modificando el diseño para que moderen la conducción, e incluso, invitándoles a desplazarse por otros medios más sostenibles.

Sin embargo, ahí están los hechos, y podemos comprobar cómo en la ciudad y en el campo, en grandes avenidas o en autopistas, los conductores no encuentran ningún impedimento físico para poner sus vehículos a 100 por hora en la ciudad, o muy por encima de los 200 en el caso de las autopistas. (Los mapas de tráfico editados por el Ministerio de Fomento muestran la generalizada transgresión de los límites legales de velocidad. En el que tengo a mano, de 2015, y también en los anteriores, aparecen importantes tramos de la red en los que la velocidad media de los vehículos supera los 120 km. por hora, lo que significa que ese límite se supera puntualmente más allá de lo permitido).

Estos hechos, en mi opinión, explican en parte el fracaso de las políticas de seguridad viaria. Siempre habrá quien se sienta tentado a circular de manera temeraria. No nos equivoquemos, la acentuación de las imprescindibles medidas de prevención, control y sanción, o la necesaria mejora de la educación a todos los niveles, no son suficientes para acabar con la lacra humana de las víctimas del asfalto.

La teoría de la compensación del riesgo aplicada al tráfico establece que, por término medio, los conductores adoptarán modos de conducción más arriesgados cuando perciban que se encuentran en un entorno con mayores protecciones técnicas, ya sea en su vehículo o en la vía por la que circulan. Por el contrario, extreman las medidas de precaución cuando el entorno, caso de una carretera de montaña, es percibido como más peligroso.

Cabe presumir, por tanto, una relación directa entre el diseño del viario y el grado de siniestralidad del mismo, como por desgracia podemos ver cada día. Basta comprobar cuáles son las vías urbanas o las carreteras donde se producen los accidentes más graves.

No veo otra alternativa más efectiva que segregar tráficos, redistribuir los distintos usos entre los diferentes tipos de vías. Los senderos e itinerarios peatonales han de reunir garantías para los que caminan, en el campo o en la ciudad, y por ello no pueden ser admitidos en los mismos los vehículos de dos ruedas, con o sin motor. En los caminos agrícolas, construídos para dar acceso a las parcelas, los trazados son estrechos, las curvas no tienen peraltes, no disponen de elementos de protección, y en la mayoría de los casos lindan con acequias o ribazos. Es decir, no reúnen condiciones y, por tanto, no deberían permitir la circulación de los vehículos de motor ajenos al trabajo agrícola, pudiendo ser utilizados, en cambio, para los paseos de viandantes. En los parques naturales y otros parajes protegidos ha de regir otro tipo de limitaciones en los caminos para preservar, además, a la fauna y el paisaje.

En las carreteras convencionales, las soluciones son más complejas. Hay tramos de vías reformadas, y ahí tenemos entre otras las mortíferas N332 o N340, que favorecen los excesos. Largos tramos rectos seguidos de curvas y contracurvas no son los mejores para los ciclistas, y en cualquier caso han de ser revisados para la seguridad de todos. Asimismo, no todas las carreteras disponen de arcenes suficientes. Por lo menos las del plan Redia de finales de los años sesenta disponían de arcenes de 2,5 metros cada uno. Insisto, de poco van a servir las campañas de concienciación y control si no se persuade a los aficionados al ciclismo para que abandonen determinadas rutas.

Se plantea así, de nuevo, separar tráficos, señalar y proteger de manera especial una parte de la red para que los deportistas o simples amantes de la bicicleta puedan disfrutar del territorio sin riesgo. Así lo sugería también Paco Tortosa hace unos días en este mismo diario. Y no solo por los usuarios de las bicicletas, todas las víctimas del tráfico son evitables.