Las continuas noticias sobre los procedimientos penales abiertos a determinados deportistas y personajes vinculados al mundo del futbol (Ronaldo, Mouriño?) y las condenas penales ya dictadas a algunos futbolistas por problemas con el fisco y supuestas defraudaciones por la tributación de los derechos de imagen, me llevan a reflexionar sobre el papel del derecho penal en la persecución de estas conductas de trasfondo puramente económico y aquel principio que nos enseñaron en la facultad de derecho de «intervención mínima» o «última ratio» del derecho penal. Vaya por delante que esta reflexión no pretende, en modo alguno, justificar o disculpar tales conductas que, sin duda alguna, deben ser corregidas y castigadas.

Nuestro derecho penal ha ido «engordando» en los últimos años al introducirse como delictivas conductas que antes no lo eran, hasta el punto de que hoy, prácticamente, cualquier infracción del ordenamiento jurídico puede ser también perseguida penalmente.

Y entre las nuevas conductas castigadas por el derecho penal y con especial dureza en cuanto a las penas de prisión previstas, están todas las relacionadas con las defraudaciones a la administración (hacienda pública, seguridad social fundamentalmente). Conductas que, como hemos dicho, tienen un trasfondo económico y gran reproche social pero que, por el contrario, podríamos decir que no suponen riesgo o peligrosidad para la convivencia. Nadie se siente más desprotegido o temeroso porque alguien deje de pagar a hacienda determinadas cuantías por derechos de imagen, por elevadas que estas sean.

No todas las actuaciones reprobables socialmente perturban la paz social de la comunidad. Existen actuaciones que, a pesar de dañar determinados bienes jurídicos protegidos y ser merecedoras de castigo o reproche ético, no plantean problemas de convivencia en la comunidad y, por ello, la respuesta del estado frente a estas no puede ser la misma que cuando se ataca gravemente bienes jurídicos de primer nivel o se pone en peligro la pacífica convivencia.

El derecho penal está inspirado en el principio de intervención mínima, que es un límite al ius puniendi del Estado. Este principio significa que solo deben ser merecedores de tutela penal aquellos derechos, deberes y libertades imprescindibles para la convivencia pacífica y los ataques más intolerables a los bienes jurídicos relevantes y básicos de nuestra sociedad. No todos los comportamientos que dañan bienes jurídicos protegidos deben tener una sanción penal.

En nuestra formación jurídica aprendimos las tres características básicas de este principio:1. Su carácter fragmentario (El derecho penal no debe abarcar todos los ámbitos de la vida social, ni todas las violaciones a los bienes jurídicos tutelados debe llevar a una sanción penal). 2. De «última ratio» (la intervención del derecho penal solo está justificada en defecto o ante la ineficacia de otras alternativas de corrección no tan gravosas como la sanción penal. Se acude al derecho penal en último término, debe ser el último recurso que debe de utilizar el Estado cuando se carece de otros menos lesivos) y 3. La naturaleza accesoria o subsidiaria ( el derecho penal es el plus sancionador sobre lo previsto en otras normas del ordenamiento jurídico).

La sociedad debe democráticamente establecer que valores son los que hay que proteger y por el contrario aquellos comportamientos a castigar penalmente, pero hay determinados ilícitos que no tienen porqué tener una respuesta penal y pueden ser objeto de corrección con otros órdenes del derecho.

Pues bien, este principio básico del derecho penal, que debería inspirar a los operadores jurídicos, en particular al legislador y a los jueces y tribunales, tiene cada vez menos virtualidad y aplicación y se aplica cuando no debería aplicarse. Evidentemente y como no escapará a nadie, este principio tiene un componente ideológico muy importante y forma parte de la política criminal que interese en cada momento.

Como he apuntado, nuestros legisladores no paran de introducir en el código penal nuevas conductas delictivas. Y los jueces y tribunales olvidan la existencia de este principio y aplican, de forma automática y literal, determinados tipos delictivos y sanciones penales a conductas que, en absoluto, suponen un ataque a la convivencia social ni constituyen situaciones de riesgo o peligro para el normal desarrollo de nuestras actividades humanas, lo que debería suponer su no inclusión como delitos o su exclusión del derecho penal.

En el caso concreto de las defraudaciones a la hacienda pública o la seguridad social, la principal finalidad del castigo penal y justificación de este abandono del principio de intervención mínima parece que no es más que el afán recaudatorio. Por muy deseable que sea que todo aquel que defraude a hacienda pague hasta el último céntimo de la cantidad defraudada, la posibilidad de condena de prisión que pueda imponerse al defraudador no tiene la finalidad correctora y protectora propia del derecho penal. Que Messi o Cristiano Ronaldo vayan a prisión por fraude fiscal no nos deja mas «tranquilos». Lo que queremos es que cumplan con sus obligaciones fiscales, que exista una legislación tributaria adecuada con normas claras y precisas, que no permitan interpretaciones que favorezcan el fraude y que exista un eficaz sistema de inspección y recaudación

La utilización de la vía penal por parte de la agencia tributaria o la seguridad social para recaudar es cada vez mayor, siendo un método de presión y «amenaza» frente a los presuntos defraudadores que se ven en muchas ocasiones en la tesitura de tener que aceptar culpa e importantes pagos ante el riesgo de una importante condena de prisión. Se recurre a la vía penal en vez de agotar los procedimientos administrativos de recaudación. Necesitamos un ordenamiento jurídico eficaz que evite el fraude sin tener que recurrir de entrada al derecho penal que únicamente debe actuar en último término.

Y no deja de sorprender que, al mismo tiempo que se persiguen penalmente estas conductas de fraude, se aprueben y justifiquen normas como la «amnistía fiscal» recientemente declarada nula por el Tribunal Constitucional, en la que se hacía expresa dejación del ius puniendi y castigo penal a los defraudadores a cambio del pago de una insignificante parte del dinero defraudado.