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Castillos, palacios y alquerías

No tiene nada de extraño que en una sociedad absolutamente naïf como la nuestra, en la que la inmediatez y la ideología del klinex prima sobre cualquier otra posible, nuestro patrimonio no le importe a nadie. No sólo el patrimonio natural, destrozado en gran parte por la brutal depredación urbanística, un decir, de los últimos decenios sino también, cómo no, el patrimonio cultural.

Cuando nadie sabe qué hacer con él se declara un Bien de Interés Cultural en el caso del patrimonio artístico, un parque natural en el caso del patrimonio natural lo cual suele ser estupendo para dejar que los conventos se vengan abajo y los parques permanezcan vírgenes de toda cosa que no sean patronatos y demás canongías administrativas y políticas al uso de los partidos. Y fuera de todo ello aún quedan cosas ignotas, de un pasado remotísimo y sin que nadie sepa qué hacer con ellas, si es que hay algo que hacer, amén de dejar que el tiempo termine como con todo con ellos, en tierra: castillos, palacios y alquerías.

Porque en esta comunidad hay castillos -eso sí, se caen a pedazos- y palacios, esos edificios de una vida pretérita en la que ya nadie vive y son pasto del oscuro y fantasmagórico paso del tiempo histórico. Incluso quedan, medio venidas abajo, antiguas y bellas alquerías que fueron vivas en otro mundo y en otros siglos y en otra sociedad. Pero fueron reales, asistieron a la batalla eterna del hombre por sobrevivir, imponer su poder sobre otros, ordenar y repartir los territorios a sus mesnadas y hacer vivificar los campos yermos en rico vergel.

Todo eso terminó, se dirá. ¿A quién puede importarle semejante asunto en pleno fragor de la insuperable crisis económica, política, partidaria y social ante la que hoy se encuentra nuestra democracia? Y puede que sea cierto, a nadie. Ya es triste que la sociedad, que es por estructura y naturaleza visceralmente conservadora de sí misma, haya llegado a este posmoderno momento en que ya no valora nada digno de ser conservado.

Nos hemos vuelto todos tan devastadoramente depredadores que no sabemos ni conservar el patrimonio histórico que fuimos. Porque no nos importa, porque no queremos saber qué fuimos, porque no queremos tener raíces, porque hemos renunciado a ser herederos, porque nos queremos enteramente nuevos, venidos del cero eterno, ajenos a la historia y a sus devaneos con el tiempo, somos nosotros nacidos hoy, aquí y porque nos ha dado la gana.

Así que ya se pueden venir abajo nuestros castillos, nuestros palacios, nuestras alquerías y, de paso, algún que otro convento cerrado, clausurado, en el que tan sólo nos quedan vestigios de una vida que ni comprendemos ni deseamos que sea comprendida por ninguna otra generación posible. A eso le llamamos modernidad. Somos la primera sociedad suicida. Incluso para hacer una revolución hay que ser conservador de algunas cosas, por ejemplo de los ideales que hacen posible que el orden constituido sea sustituido por ellos y que se proclamen nuevos.

Fernando Savater, viejo amigo, solía decir en sus intentos políticos en UpyD con Rosa Diez que él aspiraba a una sociedad digna de ser conservada. Y que ese era el sentido del término conservador. A mi me encantaba la definición quizá porque siempre he sido más conservador que Fernando y menos aficionado que él a UpyD. Algo habrá que hacer para intentar salvar nuestro patrimonio arquitectónico. Yo ya sé que eso es muy costoso y dificil. Pero una sociedad que no piensa en ello está muerta. Por muy viva que se crea y por muy novedosa que se presente.

El maestro Borges soñó en su último libro de poemas -Los conjurados- que cada elemento de la historia universal quedaba en suspenso produciéndose siempre y que todo, aun lo más insignificante, tenía devastadores racimos de causas y efectos desconocidos. Por ejemplo la muerte de César, que repitiéndose desde su eternidad romana no nos perdonaba y actuaba contra nosotros. También aquel enorme filósofo judio y pulidor de lentes que fue Baruch Spinoza afirmaba que la libertad del hombre no es sino el desconocimiento de las causas que determinan en el universo todo nuestra conducta particular, es decir, nuestro destino.

Quizá la caída de nuestros castillos, palacios y alquerías valencianos nos acompañe siempre como la supervivencia de un mundo fenecido que tiembla por no poder morir del todo.

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