Cuentan que un avispado hombre de negocios, de fama internacional, fijó su atención en la Comunitat Valenciana. Diseñó para su capital una noria gigante, con un gran foco de luz que iluminaría desde las alturas como un faro. Y todo ello enclavado en su zona marítima. La idea era convertirla en un referente para la ciudad y en un emblema equiparable a la Grande Roue parisina o al London Eye londinense. La inversión se presumía millonaria.

Meses después se concertaba la reunión con el recién estrenado gobierno. El inversor acudió con un reducido equipo técnico y el proyecto bajo el brazo. Todo estaba pensado al milímetro: su construcción, plazos, repercusión económica en la ciudad€ Por parte del Gobierno acudieron tres representantes, diferentes entre sí. Tomó la palabra el que se situaba en el centro, vestido de sport pero de marca.

Las exigencias del dirigente se concretaban en cuatro puntos. La gran noria debería lucir por las noches los colores de la bandera de la tierra, no se entró a definir cuáles. El foco tendría que iluminar la senda por la que transitó Jaume I y ser una señal para pueblos hermanos del norte y girar mar adentro, hacia otras tierras hermanas. Así mismo, la dirección del complejo debía de ser compartida, reservándose la Administración todo lo concerniente a la selección de personal y requisitos lingüísticos de los trabajadores. Por último, el recinto habría de acoger exposiciones permanentes relacionadas con la difusión de la cultura propia. El tabalet y la dolçaina se reivindicarían ante el mundo entero.

El segundo en intervenir parecía recién llegado de una excursión campestre. Puso encima de la mesa la necesidad de realizar diversos estudios de impacto ambiental para evaluar la afección de la infraestructura sobre la biodiversidad de las especies marinas y parajes naturales próximos, tanto por el ruido como por el efecto contaminante de la iluminación. También insistió en la necesidad de una gerencia bicéfala público-privada.

El tercer asistente -el único que llevaba corbata- no hizo uso de la palabra. Miró fijamente al empresario y en su mirada pudo transmitir una resignación absoluta. Ante el estupor del impulsor del proyecto, nadie mencionó los puestos de trabajo a crear, ni la cuantía de la inversión, ni las licencias, ni la repercusión económica€

Mirando a través de la ventanilla del avión, de regreso a su país, observando una maravillosa vista donde se funden la huerta, el bosque y el mar, suspiró un lamento similar a otro lanzado muchos siglos atrás: «Qué maravillosa tierra si tuviera buenos señores».