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Luz de Thule

Desde el principio tuve claro que volvería incluso antes de haber ido. Una semana en Islandia, a finales de junio, es refrescante, pero muy poco incluso como aperitivo porque Islandia es como una buena barra de tapas en Sanlúcar de Barrameda. Con una botella de fino. Y soy consciente del riesgo de escribir de un país de moda: ninguno está a salvo del poder arrasador del turismo, incluso con el alcohol tasado. Y se propagan las señales de la amenaza: el billete de avión a la última Thule ya es lo más barato del presupuesto. Un hotel con baño compartido son 120 euros la noche y una sopa vale lo mismo que un billete del AVE.

Y no crean que la gente se achantará porque en junio tengas que ponerte impermeable y cuatro capas de abrigo o porque incluso en Kansas comen mejor que allí. Hay otras compensaciones: ver ese Parlamento nacional de basalto y toba justo allí donde la isla se desgarra en dos mitades (eso es la política aproximadamente, ¿no?), sacarle la lengua a la lengua del glaciar y salir corriendo antes de congelarte o escuchar los mugidos del geiser más famoso del país y el curioso humor negro de los letreros: «No toque el agua. Con frecuencia produce severas quemaduras. Sea prudente». Y por si todos esos avisos no bastaran, remata: «El hospital más cercano está a 76 kilómetros de aquí».

Me fui a Islandia con mi mujer y Julio Verne y reservé los últimos días para el Snaefelsjokull, la puerta de entrada al centro de la Tierra. Naturalmente, he vuelto a leer la novela, un magnífico thriller granítico que parece reírse de ese Prometeo que se percibe a si mismo como piloto de su emancipación pues ningún personaje, y con ellos el narrador, camina o progresa, sino que se despeña, se eleva, vuelve a caer y es regurgitado. El penúltimo día vimos la puesta del sol a las doce y media de la noche, pero la claridad crepuscular seguía. El último día, después de hundirme y retornar de una playa donde la arena era cieno, nos quedamos entre dos charcas llenas de charranes, patos y colimbos, sin otra cosa que hacer que envolvernos en una luz de oro.

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