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Austeridad sólo para los pobres

El incendio de la torre Grenfell, de Londres, en el que murieron 79 personas aunque pudieron haber sido muchas más, es una trágica muestra de a dónde pueden llevar las políticas de austeridad de un país.

Ese edificio de viviendas sociales está en el norte de uno de los distritos más lujosos de la capital, el de Kensington, donde hay apartamentos valorados en más de un millón de libras que permanecen muchas veces vacíos porque sus propietarios, muchos de ellos extranjeros, los adquirieron con fines sólo especulativos.

La torre ardió tan rápidamente por culpa de un revestimiento en el que se utilizó material inflamable que es el mismo, según que se ha sabido después, empleado en otros 60 bloques de pisos en su mayoría de protección también oficial.

Que uno de los países más ricos del mundo, cuya capital está considerada como la primera plaza financiera del planeta, sólo comparable a Nueva York, mantenga a sus ciudadanos pobres alojados en tales condiciones de inseguridad es un auténtico escándalo político.

Cuando los conservadores recuperaron el poder en 2010, culparon inmediatamente al anterior gobierno laborista del enorme déficit presupuestario, y lanzaron una política de recortes a costa de los ciudadanos más humildes.

El entonces primer ministro, David Cameron, anunció que había llegado el momento de la austeridad, y ello después de que los bancos de la City se hubieran rescatado con miles de millones de dinero público.

Se recortaron entonces las prestaciones sociales y se endurecieron los criterios para tener derecho a ellas, al tiempo que se rebajaba la carga fiscal sobre los beneficios del capital con el argumento de que así aumentaba la atractividad del país para los inversores.

Consecuencia de todo ello es un aumento de los sin techo y de quienes tienen que acudir a los bancos de alimentos como el Trussell Trust, que pasó de distribuir entre los necesitados hace siete años sólo 41.000 paquetes de comida a más de 1,2 millones el año pasado.

Todo ello mientras se deterioraban las escuelas y empeoraba a ojos vista el National Health Service, el seguro nacional de salud, otrora orgullo del país, con el aumento hasta extremos alarmantes de las listas de espera para ver a un médico.

Y ¿a qué se dedicaban mientras tanto los tories de Cameron y su ministro de Economía, George Osborne, aparte de ayudar a los de su clase? Pues a buscar un fácil chivo expiatorio para justificar lo injustificable.

Y lo encontraron fácilmente en los burócratas de Bruselas y en la inmigración: de pronto eran los extranjeros los culpables de la continua degradación de los servicios públicos.

Hoy, el país recoge los lodos de esa política.

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