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En busca de la sombra de los árboles

Uno de los viajes más reconfortantes que se pueden hacer en automóvil consiste en atravesar Francia por carreteras secundarias, trazar con el volante por caminos serpenteantes plagados de árboles, sombreantes. Y si uno se detiene en cualquier población del sur occitano volverá a encontrar carreteras de acceso arboladas y paseos urbanos con grandes plátanos, tan evocadoramente nuestros, como los de Aix-en-Provence, cuyo bulevar principal tanto recuerda a la Alameda de Xàtiva o a la Gran Vía de València, pero sin coches, lleno de cafés y bistrós maravillosos que ocupan la calle en grandes carpas incluso durante los fríos inviernos. La autovía del marqués del Turia, en cambio, cuesta cruzarla a pie ante el rugido impetuoso de los automóviles que la toman velozmente.

Alguien decidió, desde algún oscuro despacho ministerial en Madrid, que los árboles en la carretera eran peligrosos. En España prácticamente no queda casi ninguno junto al asfalto: los talaron para llenar el país de rotondas, casi todas horrendas, absurdas€ Hay que cruzar a Francia para volver a ver árboles en la carretera. Allí, el peligro de estrellarse contra un tronco no es tan extremo como para deforestar los caminos. Ni siquiera la muerte en accidente contra un árbol de uno de sus grandes escritores, Albert Camus, les hizo cambiar de estrategia.

La deforestación arbórea de España vino con el desarrollismo. De niño recuerdo que en las carreteras de acceso a muchos pueblos solía haber hileras de moreras, alimento de gusanos de seda pero, sobre todo, creadoras de una aromática y frondosa sombra cuando apretaba el tórrido verano mediterráneo. Lo cantaba el gran poeta valenciano de la vida cotidiana, Vicent Andrés Estellés: "Veuré arribar, per camins de moreres, migdies d´or i universos de pols".

Hace unos años, el entonces conseller de Medio Ambiente y ahora líder en el Europarlamento, Esteban González Pons, nos encargó un libro aparentemente extraño. Quería que se centrara en la sombra de los árboles. Lo hicimos con el periodista especializado en botánica José Manuel Alcañiz, quien reclutó a un grupo de sabios arborícolas -Bernabé y José Moya, el genial Joan Pellicer, Agustín Araque, Raúl de la Rosa, José Plumed€- y se hizo la luz, tamizada: La sombra de los árboles fue el título del volumen que incluía descripciones científicas y literarias, tradiciones propias y ajenas e inolvidables rimas, leyendas y susurros vertidos en la inagotable cultura agraria valenciana. Fue un libro nada pretencioso, pequeño y hermoso, que le gustó mucho a Trini Simó, la dama comprometida que enarboló la lucha por el jardín del Turia.

Aquel libro nos hizo descubrir que los árboles no solo eran totémicos en las civilizaciones nórdicas. También lo eran en las mediterráneas. Si en las latitudes septentrionales es refugio, energía e incluso casa, en nuestra geografía meridional es alimento y sombra. La misma evolución de las especies arbóreas, de la perennidad a la caducidad de sus hojas, podría interpretarse de modo poético, como una adaptación confortable al objeto de dejar pasar la luz y el calor en invierno para filtrarlos en verano.

El árbol es magia y espiritualidad entre los pueblos celtas y entre los germanos, quienes nos han legado la tradición navideña del abeto. Pero fue un fresno, origen de todas las cosas, el que transmite a Odín los poderes naturales, y sería un roble gigantesco el que mandó quemar Carlomagno cuando tuvo que someter a los indómitos sajones. Para congraciarse con las almas de los antepasados, los romanos plantaban ante sus casas un ciprés -fálico- y una olivera -el árbol femenino de la griega Atenea, el de la longevidad de Cronos. Y fue bajo un plátano donde desfloró Zeus a la bella Europa.

Oriente también se rindió a su embrujo dado que el árbol es el símbolo de la vida misma, receptor de la sabiduría, donde se establece la dialéctica del bien y del mal, fuente de todos los manantiales religiosos, en especial del budismo, pues fue descansando junto a una higuera aromática donde Buda se disipó llegando al nirvana. Entre nosotros, en cambio, ya no quedan olmos en nuestros pueblos ni álamos en las alamedas, mientras se multiplica la palmera como árbol ornamental, cuya soledad, sin su congregación en torno a la escasez del agua, la deja descontextualizada. Todo lo contrario que los ficus magnolios que trajeron los ilustrados y lucen con gran porte en Alicante y en la citada Gran Vía o el Parterre de València y que admiraron Gil-Albert o el arquitecto Francesco Venezia.

València no anda sobrada de umbría. El viejo cauce sube la media de verde por habitante en la ciudad, por más que nunca llegamos al millón de árboles que prometió plantar el seductor Ricardo Bofill. Pero el problema no son los jardines sino las calles. València, con una insolación anual elevada, sufre durante la canícula en avenidas que se convierten en sartenes. Sus diseños arbolados son un desastre: la avenida del Puerto convertida en un secarral, la de J. J. Dómine con mustios baladres en maceteros para un espacio que parece la cara oculta de la Luna, la calle Colón con los árboles afeitados por un podador que emula a Eduardo Manostijeras.

Así que solo me queda felicitar al alcalde, Joan Ribó, por su propuesta para plantar más árboles de sombra en la ciudad. Con unas buenas masas arbóreas, en el estío se podría bajar de 5 a 10 grados la temperatura ambiente. En cambio, sufrimos un horno por culpa del asfalto recalentado. El otro día, durante la gran ponentà, el único lugar de València donde se podía estar era, precisamente, el Jardín Botánico. Que cunda el ejemplo.

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