Hablar con libertad no ha sido un derecho del que los hombres hayan disfrutado como si de un don de la naturaleza se tratara. Ha sido el resultado de una larga historia plagada de crímenes. Basta recordar la muerte de Sócrates, cuya sombra se extiende hoy sobre la infinidad de periodistas u opositores caídos a manos de mafias o de Estados totalitarios. Ellos dan nombre a la muchedumbre anónima de todos los que no han podido decir lo que pensaban y han muerto o padecido por hacerlo. A Cicerón, una vez asesinado, le cortaron la lengua y la expusieron clavada en la tribuna de oradores en Roma, por si cabía alguna duda sobre los peligros que entraña soltarla y hablar de más.

La libertad de expresión es la forma con la que las sociedades democráticas han objetivado ese derecho y su amparo legal. Es obvio que se trata de un progreso cuya custodia resulta vital para la efectiva realidad de los demás derechos civiles y políticos. Sin embargo, resulta del todo superficial pensar que de ese modo se ha zanjado el problema.

La realidad es que todos los espacios públicos están cruzados de un buen número de invisibles líneas rojas con las que nos dirigimos (y nos dirigen) para no decir nada inconveniente, aunque lo pensemos y hasta creamos tener argumentos para defenderlo. Cada época tiene las suyas. Diderot y sus amigos sabían que no se podía agredir a los poderes eclesiásticos de la época, como hoy sabemos que hay que evitar manifestarse sobre ciertos asuntos si se quiere quedar a salvo del oprobio público, a menudo ejecutado por esa forma contemporánea del linchamiento practicada en las redes sociales.

Últimamente, por ejemplo, hay que evitar pronunciarse de modo que lo dicho pueda ser incluido en cualquiera de las líneas rojas que hemos tildado de «fóbicas». Se empezó con la justificada expresión «xenófobo» y poco a poco se han ido incluyendo todos los asuntos al respecto de los cuales no se puede opinar en público con libertad, no al menos si esa libertad implica una opinión desfavorable, por respetuosa que sea.

¿Es realmente cierto que no es posible discrepar de las pretensiones políticas, educativas y culturales de los colectivos LGTB y no ser un represor fanatizado? ¿No se puede tener otra interpretación del llamado patriarcalismo heterosexual y ser, sin embargo, razonable? ¿No se puede opinar que se están intentando sustituir unos patrones de normalidad por otros para los que se pretende la misma indiscutible y feroz autoridad moral? ¿No es posible siquiera plantearse dichas cuestiones en voz alta y en público sin que le corten a uno la lengua para exponerla a la muchedumbre?

Durante siglos -y todavía hoy en muchos lugares- la blasfemia ha sido castigada con la muerte. Jesús mismo fue ejecutado bajo esa acusación. En nuestras sociedades la blasfemia ha dejado de ser delito, y así debe ser. En realidad, solo pueden blasfemar intencionadamente los creyentes, los demás como mucho cometen una falta de civismo al intentar ofender dichas creencias. Pero parece que hayamos redefinido el delito de blasfemia reelaborando los nuevos límites sagrados ante los que debe reclinarse la libertad de expresión y de pensamiento, al menos si no se quiere cargar con una catarata de descalificaciones y, seguramente, de exclusiones.

Se puede decir en público -y entre aplausos- que el cristianismo es una desgraciada religión castradora de la libertad y la dicha terrena de los pueblos, y no pasa nada. Y no debe pasar. Se debería poder ser creyente y defender el derecho a criticar las religiones con toda la severidad y acidez que se les dispense; pero también debería ser posible ser homosexual y defender el derecho ajeno a considerar la homosexualidad críticamente; o el feminismo, o el vegetarianismo, o el animalismo, por ejemplo. Y se debería no ser ni una cosa ni las otras y defender el derecho de todos a expresarse y opinar en libertad.

Sin embargo, lo cierto es que los criterios de la corrección política y sus efectos sobre la libertad pública de las personas pueden ser tan coercitivos que suponen una restricción real de la capacidad de decir libremente lo que se piensa. Y pese a todo, es tan imposible pensar sin ser libre como ser libre sin poder pensar y discutir sin restricciones. Y la prueba es que cuando dicha libertad se da entre personas que se respetan mutuamente, lo que surge, casi como la forma más genuina -y milagrosa- del civismo, es una conversación.

No es fácil encontrar personas con las que se pueda conversar, y mucho menos si se hace desde posiciones muy divergentes. Apenas sabemos discutir sin que la conversación derive en disputa y, con frecuencia, en descalificaciones. Como si conversar entre discrepantes fuera algo así como un pugilato con las manos atadas, con la cabeza reducida al noble uso de arremeter. Ya lo decía Unamuno: entre nosotros, de cada diez, nueve usan la cabeza para embestir y uno para pensar.

Y sin embargo, dicha capacidad para la conversación es una riqueza personal de principal interés público porque tiene inestimables efectos sociales. De hecho, la distinción más esencial que cabe hacer al respecto es la de personas con las que se puede hablar y aquellas otras con las que es imposible. La cerrazón de quien no está dispuesto siquiera a escuchar las razones ajenas, incluídas sus opiniones críticas en contra de nuestras posiciones vitales, es sintomática de simpleza o de fanatismo, cuando no de simple mala fe con pretensiones de poder.

Si está justificado demandar que las opiniones ajenas y contrarias se expresen con respeto y educadamente, es porque se está dispuesto a respetarlas con pareja consideración, es decir, a escucharlas con la expectativa de poder entenderlas y discutirlas. Y si se está dispuesto a hablar y escuchar con semejante disposición, entonces estamos entre personas con las que se puede hablar, y entre las que se hace real la forma más genuina y cívica de la libertad de expresión: la conversación.

Conversan quienes saben discutir y discrepar sin despreciarse, incluso aunque tengan una intensa aversión crítica entre sus opiniones. No creo que haya mucha duda acerca de que las personas y las sociedades se distinguen por los asuntos sobre los que son capaces de conversar con respeto y con la disposición real de hacer justicia a los argumentos contrarios.