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Cataluña: cinco años sin hacer nada

Cuando Mariano Rajoy llegó a La Moncloa, el principal problema que se encontró, que, de hecho, ocupó sus primeros meses de mandato, fue impedir a toda costa el rescate de España. La prima de riesgo iba desbocada, Rajoy tuvo que comenzar a incumplir promesas electorales desde el minuto uno (una subida del IRPF al poco de llegar al Gobierno) y se rumoreaba incluso que tal vez la UE impondría a un presidente técnico en su lugar. Algo sumamente irreal, teniendo en cuenta que Rajoy contaba con mayoría absoluta. Por fortuna, porque ya hemos podido ver en Grecia lo bien que le va a un país cuando queda en manos de los técnicos-psicópatas de la UE.

En ese contexto, parecía que el problema catalán, que entonces estaba a punto de estallar, era una cuestión menor y por eso Rajoy no hacía mucho caso a las ínfulas de los independentistas. Cinco años después, ha quedado claro que el problema no es que Rajoy estuviera muy ocupado con otras cuestiones, sino que su estrategia para afrontar el 'desafío independentista' consistía, justamente, en no afrontarlo. Y así llevamos cinco años, en los que el Govern de la Generalitat de Cataluña intenta por todos los medios que Rajoy adopte medidas drásticas y desmesuradas para así profundizar en su impenitente victimismo y Rajoy, una y otra vez, les responde, con firmeza, con convicción... sin hacer nada.

No hay nada más eficaz que una derecha española agresiva y altisonante para enardecer al independentismo catalán. Y viceversa. Efectivamente, ambos fenómenos se realimentan. Resulta espeluznante especular en qué porcentaje de apoyo andaría el independentismo si fuera José María Aznar, y no Rajoy, el presidente del Gobierno. O si fuera Felipe González. Al menos, este Felipe González crepuscular, de yate y consejos de administración, socialismo 100 %, a cuyas peripecias asistimos periódicamente.

Esta semana, en un debate con los otros dos expresidentes, Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero, González ha abogado por aplicar el artículo 155 de la Constitución. Es decir: por suspender la autonomía de Cataluña. Y hay que decir que razones, desde el punto de vista de cómo está estructurado el Estado de las autonomías, no le faltan, pues es más que evidente que el actual Govern de Cataluña se ha ubicado fuera del marco constitucional; de hecho, ese es su objetivo de máximos: la independencia. Pero como, para conseguirla, su estrategia consiste en forzar la legalidad y propiciar un referéndum chapucero, con nulas garantías, sin ni siquiera sombra de imparcialidad por parte de la institución que lo organiza, la verdad es que la suspensión de la autonomía por parte del Estado no sería una medida ilegal o irregular.

Otra cosa, claro, es que sea algo mesurado; o que resulte conveniente e inteligente hacerlo. No lo es; probablemente sea, de hecho, el escenario soñado desde el independentismo, porque validaría la teoría -que la realidad desmiente diariamente- de un independentismo bueno e integrador, con una sonrisa, frente a la malvada España y su rodillo constitucional. Por eso estamos instalados en esta perenne, y tediosa, partida de póker entre Rajoy y el independentismo, que ya va para cinco años. Y los que hagan falta, si depende de Rajoy.

Nada mejor que un referéndum con escasa participación, organizado sin ninguna garantía, sobre cuyos resultados exista la fundada sospecha de que se ha orquestado un pucherazo (bien sea desde la cúspide, desde el entusiasmo en el recuento por parte de los voluntarios, casi todos, o todos, partidarios de la independencia, o ambos), para desinflar el asunto. No del todo, claro, porque el malestar que ha provocado el incremento del independentismo tiene razones fundadas. Pero sí lo suficiente para Rajoy, que posiblemente haga bien en continuar con su estrategia de revisar los partidos del Real Madrid en lugar de dedicar ese tiempo a cavilar sobre la independencia de Cataluña.

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