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La ruptura

Puigdemont pisa el acelerador dispuesto a buscar un conflicto civil. Sabe que el único escenario viable para el independentismo es el de un colapso de las instituciones del Estado: un acto de desobediencia generalizado y permanente como consecuencia de un profundo cambio de legitimidad, suficiente para trastocar el humus natal de lealtades que todo ciudadano debe a sus leyes. Puigdemont confía en que un estrepitoso choque de trenes -gracias a la cohesión de una minoría muy movilizada- pueda dar lugar a una especie de revolución posmoderna que, bajo el disfraz de la democracia -hablo de disfraz, ya que sin respeto a las leyes no hay democracia- sea capaz de imponer un nuevo orden político. Pero eso, insisto, requiere que el Estado y sus instituciones implosionen, ocasionando una ruptura interna de dimensiones incalculables que marcaría, sin duda, un antes y un después en la historia de la democracia española. Las claves para interpretar un desafío de tal magnitud sólo pueden ser la pérdida del sentido de la realidad y el rigor de una ideología incapaz de distinguir entre la verdad y la mentira, entre unos ideales utópicos y el campo saludable -pero más estrecho- de lo posible.

El otoño inevitablemente será caliente, porque en el fondo la única idea de Puigdemont es provocar al Estado y esperar su reacción. Votar en un referéndum que carece de toda base legal -ahora sabemos que ni siquiera se exigirá un mínimo de participación para validar la declaración unilateral de independencia- sólo puede entenderse desde la teatralización de la política: en primer lugar, para movilizar a una minoría decidida frente a una mayoría amorfa que se siente desorientada y desprotegida por el Estado; en segundo, para subrayar que el cambio de legitimidad exige una nueva legalidad; y, en tercero, para construir un mito y una épica que esté a la altura de la ficción creada. Ninguno de ellos -prisioneros de esta escenificación- puede, sabe ni quiere dar un paso atrás para no ser considerado un traidor.

Sin embargo, la realidad es dura e inapelable. Y lo importante no se sitúa tanto en el uno de octubre como en las semanas y los meses siguientes, cuando la política real -la posible- vuelva a cobrar protagonismo. Con o sin Puigdemont -probablemente sin-; con o sin Junqueras -probablemente con-; con o sin unas elecciones autonómicas que recompongan el mapa parlamentario catalán -probablemente con- el futuro inmediato de nuestro país pasará necesariamente por algún tipo de pacto que va a exigir movimientos y generosidad por parte de ambos gobiernos. Las circunstancias no son fáciles, porque el daño perpetrado es cuantioso y las heridas, sangrantes. Sin embargo, cualquier otro escenario alternativo sencillamente sería peor: la ruptura social, la caída de un Estado, los procesos revolucionarios, el choque de legitimidades, la deslealtad institucional, los odios cívicos azuzados por el poder... no sólo dañan la convivencia entre los diferentes, sino que lastran durante generaciones el progreso de las sociedades.

Dejar atrás el Rubicón del primero de octubre resulta ya urgente para poder avanzar hacia una solución viable que no debe demorarse mucho más. El país necesita horizontes de futuro y no trampas obsesivas que giren compulsivamente como un remolino. No me cabe duda de que, dentro de unas décadas, este desastre será recordado como uno de los momentos bajos de una historia -la democrática, la europea y la española- básicamente exitosa en estos últimos cuarenta años.

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