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Invitación a la violencia

No era en el fondo una invitación a la violencia o, en el mejor de los casos, una estupidez producto de cierta arrogancia germana, de la creencia de que finalmente todo estaría controlado?

¿No había ya otros antecedentes que hacían presagiar lo peor, que terminaría estallando la violencia de los reventadores profesionales de las marchas pacíficas de protesta?

¿Acaso no había ningún lugar más idóneo para celebrar la cumbre del G20 que esa ciudad, la segunda de Alemania, conocida sobre todo por su discreta elegancia, por su espíritu cívico y cierta 'coolness' británica?

¿Había necesidad real de someter a sus habitantes todo un fin de semana a continuas vejaciones por parte de las fuerzas del orden, imponer el estado de sitio en 38 kilómetros cuadrados en su centro, montar un ejército de 20.000 policías para reprimir a eventuales violentos?

Y garantizar ante todo la seguridad de personajes como el estadounidense Donald Trump, el ruso Vladimir Putin o el turco Recep Tayyip Erdogan, por sólo citar a algunos de los menos apetecibles de los reunidos, aunque había muchos más.

¿No se podía haber encontrado una isla, un lugar apartado en uno de esos bosques que tanto abundan en el país o en la cumbre de una montaña como lugar para organizar la reunión?

Era una ingenuidad pensar que la cosa no acabaría como terminó finalmente, con decenas de heridos entre policías y manifestantes, coches incendiados, tiendas saqueadas y una ciudadanía profundamente indignada con lo ocurrido.

Estaba claro que actuaría el llamado bloque negro, ese grupos que acude a las manifestaciones vestidos de negro y siempre encapuchados para evitar ser reconocidos y que son por cierto tan fáciles de infiltrar por agentes provocadores.

En algún momento de las protestas callejeras, la policía, vestida con sus uniformes de robocops, conminó a los encapuchados, que se habían mezclado entre los demás manifestantes, a mostrar sus rostros, y ante la negativa de algunos, cargó sin contemplaciones contra todos: justos y pecadores.

Miles de pacíficos manifestantes se vieron sorprendidos por los tanques de agua y los gases lacrimógenos, echaron a correr como pudieron y se produjeron entonces situaciones de auténtico caos. Las escenas de violencia que se vieron en todas las televisiones - algún reportero de la CNN llevaba incluso casco como si estuviera en Siria- son no sólo "un baldón para Hamburgo, sino para toda Alemania", como escribe algún comentarista. El alcalde socialdemócrata de Hamburgo, Olaf Scholz, que gobierna esa ciudad con los Verdes, había hablado antes de la cumbre de que sería "un festival de la democracia". Pero, comenta el periodista del 'Berliner Zeitung' Jan Thomsen, "¡Qué papelón el de Alemania ante (autócratas como) Putin, Erdogan o (el presidente chino) Xi. ¿Cómo no hemos sido capaces de garantizar una protesta democrática y pacífica contra las consecuencias negativas de la globalización capitalista?"

"No basta con cambiar de estrategia policial, agrega, las críticas no violentas al actual estado de cosas, los debates que se producen en la búsqueda de un camino mejor necesitan que se les más espacio, también en los medios de comunicación: de eso vive la democracia".

Lo ocurrido en Hamburgo, toda esa violencia gratuita y sin sentido, debe ser una lección para todos. De los violentos nada cabe esperar. Lo único que se puede hacer y no se hizo es aislarlos. Pero ¿están en condiciones de aprenderla nuestros líderes?

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