Publicó El Roto una viñeta en la que un cabezón nos sacaba su lengua con una valla a modo de frontera. También podía leerse: "Entre lo que pienso y lo que digo hay una frontera". El Roto sitúa, pues, la frontera voluntaria (por pereza o cobardía) entre lo que se piensa y lo que se dice. No mucho después, en una entrevista, Emilio Lledó colocaba la frontera más adentro, cuando afirmaba que "la libertad de expresión no vale si sólo sirve para decir imbecilidades". Está claro que Lledó no sólo pide la libertad de expresión, que también, sino la libertad de pensamiento, porque, con frecuencia, una valla-frontera de prejuicios y creencias sin fundamento esclaviza nuestro pensamiento atándolo a la ignorancia o a la autoridad de la tradición. Y esta es una frontera involuntaria construida con los ladrillos de la (mala) educación. A menudo no se trata, pues, de que nos falten palabras o el valor de expresarlas, sino que nos faltan ideas: algo nuevo o propio que pensar para decir. (La libertad de pensamiento, sin embargo, nunca es absoluta ni ahistórica, no nos vaya a pasar como a la pura paloma de Kant, que llegó a creer que sin la resistencia del aire volaría más lejos y más alto, sin darse cuenta de que sin aire no hay vuelo posible o que valga). Les cuento esto porque uno, que no se calla cada semana, demasiadas veces dice imbecilidades, y no porque se lo proponga. Voy a decir una.

Otra: aviso a los espectadores que, cuando la sala de cine no está abarrotada, es de mala educación cinéfila sentarse delante o al lado de quien ya ocupa su lugar. Otrosí de quienes, cuando la sesión es numerada, se sientan donde les da la gana.

Los informativos, la prensa, la calle, están llenos de juicios e informaciones evidentes: que hace calor, cuando hace calor; que no llueve, cuando no lo hace en meses; que la sequía hace estragos en las reservas, cuando basta con ver los embalses; que los incendios arden que se las pelan, mientras nos muestran hasta la saciedad las imágenes arrasadas de la Calderona o Doñana; que la operación salida echa a la carretera millones de vehículos; que los turistas nos invaden por decenas de millones; que los aeropuertos reciben cientos o miles de aviones a diario; que los cruceros llegan a los puertos como antaño el ganado embarcaba en los trenes de Laredo... Yo qué sé.

Uno echa de menos que a partir de esos juicios del entendimiento se llegara, y se insistiera también, a alguna conclusión con el pensamiento y que esa conclusión tuviera, en su sabiduría, alguna aplicación para la vida: preferir la brisa o el abanico y renunciar al aire acondicionado; caminar por la sombra y prescindir del vehículo privado; controlar y disminuir el consumo de agua, etcétera. Sobre todo, etcétera. Pero nadie considera necesario adecuar las conductas y los modos de vida: nos basta con ver el mapa rojo de l´oratge en el telediario y decirle al vecino que hace calor cuando, efectivamente, hace mucho calor.