En agosto pasado, otros miembros de la Comisión de Transportes reclamaban en estas páginas la necesidad de un pacto de Estado por las infraestructuras. El pasado diciembre, el ministro de Fomento llamó a ese pacto: «Ha llegado el momento de alcanzar un gran pacto de Estado de infraestructuras que permita consolidar una red multimodal de calidad». El Pacto, sobre esas bases, si bien necesario, no agota, sin embargo, las necesidades de cambio en nuestra cultura de cómo nos dotamos de infraestructuras.

España tiene una tradición secular de decidir (no me atrevo a llamarlo planificar) qué infraestructuras se deben ejecutar con condicionantes que, en palabras del redactor de la Memoria sobre el Estado de las Obras Públicas en España, redactada en el año 1856, llevaban «al poder central a ceder muchas veces a pesar de sus convicciones, autorizando el empleo de los capitales, propios o extraños, en obras improductivas muchas veces, e inútiles también». Y habla del poder central, porque en aquella época no había otro. Ya es triste que las palabras de 1856 se ajusten como un guante a la actualidad.

Se trata de lo que en la primera mitad del siglo XX se llamaba «planificación parlamentaria», es decir, la selección de inversiones basada en las cuotas de influencia, en los intercambios políticos, en las presiones, en los agravios comparativos, e incluso en la procedencia geográfica del agente político actuante.

En la primera década de este siglo hemos visto los resultados de la hipertrofia de esa cultura secular. Y hasta los ciudadanos de a pie han percibido sus efectos nocivos, si bien es cierto que sólo a través de notorios casos patológicos (aeropuertos, radiales?) en los que esas características indeseables estaban exacerbadas, características que sería injusto, por erróneo, atribuir a la totalidad de las inversiones realizadas.

De ahí la existencia de planes de infraestructuras con una naturaleza que sólo podemos calificar como gaseosa. Moldeables, reinterpretables, donde todo cabe y todo se puede rechazar, sin principio ni fin definido. El resultado es que, siendo España un país con indicadores de dotación de infraestructuras a nivel agregado de los más altos del mundo, seguimos percibiendo enormes carencias. La causa: la incoherencia de nuestro parque de infraestructuras derivada de la ausencia efectiva de planificación.

¿Alguien recuerda el Plan de Infraestructuras de Transporte y Vivienda (Pitvi)? Pues se aprobó el 5 de mayo de 2015. Es el plan vigente.

¿Alguien podría decir, tras leerlo, cuál es el plan de despliegue del ancho europeo en nuestra red de ferrocarriles o en qué fecha, por lejana que sea, se va completar el Corredor Mediterráneo? No hace falta que se lancen a su análisis. La respuesta es nadie. Y nadie lo puede hacer porque tampoco nadie creyó nunca que el Pitvi fuera a condicionar efectivamente las inversiones a realizar.

Por lo tanto, es necesario que el pacto desemboque en un conjunto creíble de medidas que quiebren esa deriva histórica:

Que establezca la planificación de largo plazo, estable y respetada como base de las actuaciones futuras.

Que acuda a la evaluación de inversiones como vía eficaz de seleccionar las más eficientes.

Que asegure la estabilidad presupuestaria para culminarlas, respetando la programación.

Que revalorice los estudios y proyectos técnicos que sustenten las inversiones futuras buscando su excelencia, rompiendo con la costumbre de obtenerlos al menor precio o en fecha determinada.

Que modifique los procesos de contratación y ejecución, asegurando la selección de los más idóneos y sometiendo la ejecución a los procedimientos de gestión de cambios y auditoría.

Que garantice la conservación de nuestro parque de infraestructuras, incluso, con preferencia a nuevas actuaciones.

Y que todo el proceso se someta al principio de transparencia, rendición de cuentas y evaluación ex-post.

La esencia de este proceso no puede ser simplemente una distribución pactada de inversiones. Si el resultado del pacto que propone el ministro de Fomento es un nuevo plan, bienvenido sea. Pero se perdería la ocasión histórica de ir más al fondo del asunto, que es reconocer la necesidad de dar un salto cualitativo en la forma de producir infraestructuras y dirigirse, con la energía que exige la tarea, a la erradicación de nuestra peculiar cultura de gestionar las inversiones públicas.

Desde la ingeniería, y específicamente desde el Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, hemos defendido, desde hace ya mucho tiempo, y con poco éxito, todo hay que decirlo, lo que se expone aquí. Disponemos de los recursos necesarios para ello. Conocemos la doctrina y las buenas prácticas, disponemos de los elementos que se deducen del análisis comparado de aquéllos que están más avanzados que nosotros en estas materias, disponemos de las técnicas de planificación y los instrumentos de evaluación. Solo es cuestión que alguien pacte que vamos a utilizarlos en el futuro.