Planteaba, en mi anterior aportación -La era del conocimiento- la denominada segunda revolución tecnológica o robótica, el hecho de que habrá que reducir la jornada laboral o/y que muchos dejarán sus puestos de trabajo actuales para ir al paro obligatorio porque no podrán encontrar, por mucho que busquen, un empleo que, en la práctica es inencontrable; o bien no sean capaces de reciclarse en una sociedad del conocimiento, y no hagan pie porque serán incapaces de adaptarse a las nuevas circunstancias sociolaborales. En esta tesitura hay que actuar, con previsión y con tiento, para evitar situaciones de conflictividad social, por falta de trabajo para todos y, por tanto, por la deficiencia de los medios de subsistencia si están ligados a la remuneración laboral.

Se plantean dos alternativas, básicamente: el impuesto a los robots y máquinas inteligentes o bien una renta básica universal que permita la subsistencia de los que no están capacitados para competir. La primera de ellas es difícil de llevar a cabo y posiblemente repercuta negativamente en los estándares de productividad y, en consecuencia, en la competitividad de un mundo globalizado. La segunda posibilidad -la renta básica universal- parece que podría ser más asequible. Podrá permitir que todos tengan opciones de un mínimo de dignidad vital: al menos, tener cubiertas las necesidades perentorias, sin tirar cohetes; aunque sea sin pegar un palo al agua. Eso sí, no habrá pobreza extrema en nuestras ciudades.

Por el contrario, desmotivará para trabajar y producir, puesto que ya se tiene cubierto lo imprescindible. Esto puede conllevar un cierto parasitismo social: ¿qué hace esa gente que, por razones x, no trabaja? La ociosidad puede originar otros graves problemas sociales y de convivencia. En el Libro de Job, un libro sapiencial bíblico, se lee que así como el ave nace para volar, el hombre lo hace para trabajar. Y si nos remontamos al Génesis, también se puede observar que Dios creó al hombre y lo puso en el paraíso (la tierra) para que lo custodiara y lo cultivara.

Tenemos, pues, una antiquísima sabiduría en la que se destaca que el ser humano no puede permanecer ocioso, tumbado, en la desidia, agalbanado, ni comportarse como un baldragas. Va contra su dignidad y su misión en este mundo. Será necesario un esfuerzo educativo formidable para lograr que la gente trabaje sin una necesidad perentoria: en lo que le ilusione. Será el mejor galvanizador social. Lograr este objetivo no es sencillo. Si no se consigue, bien se puede producir un estado de cosas caóticas. No tener nada que hacer lleva, en la práctica, a un desvarío, a una vida profundamente átona, a una apatía crónica, que se injerta en el tejido social. Hay un dicho castellano que resume a la perfección lo que pretendo describir: cuando el diablo no tiene nada que hacer, con el rabo mata moscas. Es decir, que la ociosidad es origen de muchos males. Y no solamente esto, es que el trabajo dignifica y nos hace mejores. Pero esta es otra cuestión.