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La cultura como herramienta para la diplomacia

Un grupo de periodistas culturales hemos sido reunidos en el novísimo centro Botín de Santander, convocados por el director de la Fundación Santillana, el mallorquín Basilio Baltasar, instigador de muy diversas aventuras, de Seix Barral y los renacidos premios Formentor a la primera acción del ecologismo español, la toma simbólica del islote de Sa Dragonera, de la que se cumplen 40 años. La reunión del Botín versa sobre la diplomacia cultural, o de cómo la cultura actúa de elemento activo de las relaciones entre estados, entre administraciones de cualquier estamento o entre los propios ciudadanos. La cultura como aquello irrenunciable porque caracteriza lo mejor de cada cual.

La gente parece que ya no lee pero, en cambio, consume cultura en formato pastilla, ya sea turística, plástica o culinaria. El mismo edificio que alberga las actividades culturales de los promotores del Banco de Santander es un poderoso artefacto arquitectónico, diseñado por el italiano Renzo Piano y cuyo contenido artístico está encomendado a Vicent Todolí, el curator internacional de Palmera que se ha traído hasta aquí a Cristina Iglesias y al citado Höller, a quien nos descubrió hace unos meses también en el Hangar Bicocca de la Pirelli en Milán. Un servidor ha venido precisamente hasta Santander para hablar de los viajes del arte y su influjo sobre València: la diplomacia del arte convertida en un proceso de fertilización cultural, siguiendo de alguna manera los trazos del modelo de Todolí pero volviendo atrás en la historia.

Hubo un primer viaje de enorme interés y que sigue siendo todo un misterio. Tuvo lugar a principios del siglo XV, en 1428, cuando el mayor pintor de la época, Jan Van Eyck, entra a trabajar para el gran duque de Borgoña y es enviado en misión diplomática borgoñona a España y Portugal en busca de esposa real para el duque. No sabemos muy bien cuándo y por qué Van Eyck apareció por València, pero parece evidente que tuvo que alcanzar la ciudad en el delta del Turia dado que, a su regreso a Flandes, pintaría su obra maestra, el retablo del Cordero Místico, para la catedral de San Bavón en Gante, cuyo fondo es un paisaje de naranjos y una palmera, totalmente valenciano, paradisíaco. Y no solo eso, sino que las edificaciones que también pinta, las decora con azulejos valencianos de la época. La historia de ese políptico es casi de película -o de novela de Pérez Reverte- pero lo que aquí nos interesa destacar es la gran influencia que tuvo sobre los pintores valencianos, coadyuvando a que el gusto tardogótico o flamígero perdurara, gracias a lo cual se construyó en ese estilo la Lonja de Valencia, posiblemente el mejor ejemplo de gótico civil de toda Europa.

Aquella influencia flamenca terminaría con otro viaje, el que emprende Rodrigo Borja para ocupar el obispado de València años después de su nombramiento. Con este controvertido Borja, futuro papa Alejandro VI, viajaron hasta València en 1472 dos pintores italianos, Paolo de San Leocadio y Francesco Pagano. Ambos serán decisivos en el cambio del gusto estético a raíz de sus pinturas de ángeles músicos en la bóveda del cimborrio de la catedral de Valencia, introduciendo el italianismo renacentista en el Reino de Valencia y desde aquí propalándose al resto de España.

El tercer viaje tendrá lugar cuando el pintor cordobés Antonio Palomino, a quien muchos consideran el Tiépolo español, llega a València tras ser nombrado artista real por Carlos II. El pintor Palomino viaja a València en 1697 y residirá en la ciudad cuatro años, creando escuela y pintando un vasto programa de frescos religiosos en la Basílica de la Virgen y en las iglesias de San Nicolás y de los Santos Juanes. Palomino contribuyó al florecimiento del arte barroco valenciano, cuyo fuerte impulso antecedió a la gran época de la pintura en València a finales del siglo XIX que personifica Sorolla pero que dio un número de pintores insólitamente numeroso e insólitamente buenos, de Pinazo a Pla, Benlliure, Benedito, Navarro y tantos otros.

Y fue Sorolla quien reclamó en su momento la existencia de un museo para el arte moderno en València, con poco éxito en su época, un proyecto que terminaría cristalizando mucho tiempo después gracias a la acción política de Ciprià Ciscar y que tendría al mencionado Todolí como gran artífice en la sombra, en el IVAM, inaugurado hace 28 años, el primero de los grandes contenedores culturales que se promovió desde la periferia en este país, y el que se dotó de la mejor colección y del mayor de los prestigios. Tanto que Todolí no ha parado desde entonces, de València a Oporto, de aquí a la Tate Modern londinense, a Milán, a Santander y, de vuelta, a casa, para llevar la batuta del recién inaugurado centro de arte de Bombas Gens en Marxalenes.

Bombas Gens no surge de un viaje, sino de la vigorosa actividad empresarial de Mercadona. De allí, también, proceden otras muchas y diversas fuentes de mecenazgos, y eso que en este país seguimos sin tener una ley adecuada para fomentar la cultura desinteresada entre los agentes privados. A pesar de ello, uno de aquellos frescos, las grandiosas pinturas de Palomino en San Nicolás, ennegrecidas por siglos de humareda de las velas, fueron rescatadas por la Fundación Hortensia Herrero. La ciudad de València se vuelve a abrir al arte y lo hace con esa singularidad, desde la iniciativa privada. Una nueva lección en torno al papel de la cultura como diplomacia.

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