Si yo pudiera, practicaría la ataraxia, ya saben, ese «tranqui, tío» de los estoicos. Pero no puedo. Y no tanto por el desenfreno de las pasiones y emociones que afectan al alma (como si fuera un yo-yó, y nunca mejor dicho, porque qué es el alma sino un yo que se repite), ya que las tengo, como un diabético medicado y obediente, a punto de caramelo; sino por las hipertensiones y vorágines del cuerpo que, ¡veges tu lo que son las cosas!, me tienen con el coño al trote, lo cual ya no sé si es un decir o una metáfora.

En el pasado, durante la infancia, algunos tuvieron anginas inflamadas o apendicitis o se les rompió un brazo, yo qué sé, pero lo cierto es que se las quitaron o se lo escayolaron y pudieron pasar a otra cosa. Pero otros, que por auténtica mala suerte nunca nos rompimos nada, padecimos y padecemos, sin embargo, de ansiedad, como le pasaba al perro de mi amigo Taino cuando lo llevaban a la Font Roja. La ansiedad no es un déficit de atención que nos distrae, porque fijarnos nos fijamos demasiado, sino un hormigueo que no cesa y nos ensimisma, y digo hormigueo que no comezón. Ahora mismo, que llevo una dosis de lexatin digamos de crucero, voy como una moto acuática en Cullera, atronando siestas y sin poder plantar la sombrilla en ninguna orilla ni terra endins. Les cuento esto porque, sin llegar a ser un animal de compañía, sí que uno requiere algunos miramientos y cuidados, sin los cuales ese grito de Munch que nos habita, digo de la ansiedad, y no te digo si le añades alguna guarnición de hipocondría, puede producirnos un fallo multiorgásmico y dejarnos lisérgicos de cintura por doquier. Así que les ruego que, siendo la ansiedad algo insomne, no me la despierten encima. Les agradecería, por ejemplo, que no me contaran a dónde van este verano ni de dónde vienen, ni si pasan el fin de año en el Vaticano o el puente de octubre en Iguazú, y, por mucho supuesto, que no me preguntaran si me voy a alguna parte o cómo es posible que no me apetezca visitar Islandia. ¡Por favor, que alguien me pregunte dónde me quedo en Semana Santa! Y es que con tanta transhumancia de turistas aqueos, dóricos y jónicos y tantos imsersos de vándalos y alanos, esto es un ir y venir de pensionistas prematuros y profesionales adinerados que me ansiolece. Si me queréis, estarse quietos.

Y si les confieso que me quedo en la Malva-rosa caminando desde el hotel Neptuno hasta el final de la Patacona, no pongan cara de cómo es posible estando, como están, la ruta de la Seda, los Chateaux del Loira, la Puglia y la Basilicata o el mismísimo Japón y el balneario de Cofrentes. También hay que decir, sin embargo, que, por el contrario, las primarias del PSPV son mano de santo para la ansiedad, ¡y mira que me esfuerzo para que me entre el nervio o me falte el aire!