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Las muertes por la llamada violencia de género, que son homicidios o asesinatos de mujeres a manos de hombres que tenían por pareja, actual o pasada, en casi todos los casos se suceden año tras año con una regularidad que asusta. Una media -que apenas cambia- de sesenta cada ejercicio da como resultado cinco muertes mensuales. En busca de las claves que puedan indicar por qué se dan tantas víctimas y cuál es la razón que lleva a que ninguna mujer pueda sentirse segura por completo en cuanto aparecen los primeros indicios de que vive con un maltratador, la Secretaría de Estado de Seguridad del Ministerio del Interior lleva a cabo una investigación a partir de los casi trescientos casos de los que se sabe con certeza lo ocurrido. Si se exceptúa a los enfermos mentales, a los sociópatas y psicópatas, que son responsables tan sólo de cerca de una cuarta parte de las muertes, queda un abanico inmenso de casos cuya diversidad es con toda probabilidad muy alta.

El estudio, cuando se complete, quizá suministre algunos resultados, pero cabe temer que van a servir de poco si lo que se pretende es impedir que sesenta mujeres al año se conviertan en víctimas del machismo homicida. Para que las cosas cambien de raíz va a ser necesario que todos los actores implicados, desde los componentes de la pareja y sus familiares, padres, hijos, hermanos, a los integrantes de los cuerpos de Policía y, ni que decir tiene, los jueces, asuman una realidad que no terminamos de aceptar del todo.

Algún camino se ha andado desde los tiempos en que la aprobación de la ley contra la violencia de género permitió actuar con carácter preventivo. Recuerdo muy bien que, en aquel momento, no era raro que tanto los tribunales como las comisarías se desentendiesen bajo el argumento, peregrino donde los haya, de que no hay que meterse en los problemas de las parejas ajenas, que son los novios o los cónyuges quienes tienen que arreglar sus diferencias. El arreglo más común entonces, en caso de conflicto, llegaba con las frases «la maté porque era mía» o «serás mía o de nadie». Esa idea de la propiedad de la mujer como dependencia absoluta del marido ha cambiado, por suerte, pero no lo ha hecho, no lo suficiente, la percepción social de las relaciones de pareja. Continuamos presos de los prejuicios en alguna forma.

Pero si en países como Suecia o Estados Unidos es hoy normal que alguien denuncie a un amigo que pretende conducir borracho en nombre de su propia seguridad y de la de todos, resulta por completo necesario que mediante la educación se creen unas normas de convivencia que nos conviertan al conjunto de los ciudadanos en garantes de las mujeres que puedan verse amenazadas. Tres cuartas partes de las muertes llegan de la mano de hombres normales. Es esa normalidad la que hay que convertir en excepción detectada y combatida a tiempo.

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