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Encaje de bolillos

A España le duele el desamor de Catalunya pero, lejos de intentar seducirla como haría cualquier galán en su sano juicio, la fustiga y advierte. Confía en el poder disuasorio de la amenaza y, en definitiva, reduce las posibilidades infinitas de relación a una forma de maltrato. El facha surrealista de Giménez Caballero tuvo que recurrir al tango para expresarlo adecuadamente: «¿Cataluña? ¡La maté porque era mía!». Lo dijo al término de nuestra carnicería incivil cuando algunos falangistas inteligentes trataron, sin éxito, de convencer a Franco de que la ocupación de Barcelona tenía que hacerse, también, en catalán. No hubo subtítulos.

La presentación en el Parlamento español de un proyecto de reforma del Estatut aprobado por el tripartito sirvió de excusa para una explosión de anticatalanismo que en Valencia conocemos tan bien. El PP, en la oposición, lejos de prestarle al presidente socialista el apoyo que requería un asunto de Estado, aprovechó para atizarle a Zapatero sin ningún pudor ni medida: los independentistas no llegaban, entonces, al 20 % del electorado, pero acosar a Zapatero parecía más urgente y vital que zurcir el roto que crecía. Y para conquistar el presupuesto valían lo mismo el trasvase del Ebro que ETA, las desaladoras que la educación para la ciudadanía, las bodas homófilas que los desparrames patrióticos de la prensa adicta, tan parecidos a los efluvios forales del nacionalismo catalán. España era el primer Estado nacional de Europa, decían, como si nuestros derechos vinieran de diplomas altomedievales y no de una jovencísima Constitución.

España es un gran país y lo es pese a un Estado bastante taradito. Ese Estado tiene muchos recursos para bloquear cualquier brote insurreccional, por educado que sea, pero del otro lado pueden desplegar una guerrilla de banderolas y sentadas, de golpes de efecto y canciones de Lluís Llach (yo soy más de Sisa) muy capaces de agotar la paciencia de todos los dioses. Como dice Enric Juliana, Madrid vive instalada en el negacionismo, pero el problema político existe y sólo puede resolverse políticamente.

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