A propósito del lamentable espectáculo que anualmente nos ofrecen celebraciones como la Virgen de los Desamparados (niños zarandeados, insultos a quien ose expresar la más mínima crítica) o la Virgen del Rocío (saltos de vallas, peleas por transportarla), cabría preguntarse qué es peor, si el fanatismo o la idolatría. Del fanatismo, cualquier fanatismo, a través de la historia ya sabemos que nos ha llevado a conflictos bélicos, genocidios, asesinatos y actos terroristas.

La idolatría (rendir culto a un ídolo), pone de manifiesto la poca confianza en sí mismo de quien la práctica. Esa reverencia irracional es producto de carencias, temores, barreras mentales, de incertidumbres que el idólatra es incapaz de superar, y por eso necesita aferrarse a algo (o alguien). La idolatría es producto de la desorientación del ser humano que no encuentra su puesto en este mundo, su destino en la vida y el auténtico valor de las cosas.

Madurar lo suficiente, meditar sobre su vida, hacia dónde quiere ir, apreciando lo que tiene, valorando las personas que nos rodean, practicar el apoyo mutuo, buscar justicia en este mundo esparciendo solidaridad... es como podemos darnos cuenta de que los ídolos son inútiles. Resulta curioso que nos ocupemos de esto gente atea, cuando los preocupados deberían ser los creyentes, pues la Biblia, en numerosos pasajes, deja claro que la idolatría es una ofensa a Dios. Si de verdad se dicen creyentes, que sepan que cuando se asigna a una escultura, una imagen o un cuadro una serie de características (poder, curaciones...), están faltando a los deseos de su dios. Lo dice la Biblia, no este ateo.

Se evidencia que ese amor y admiración irracionales sólo tienen una dirección. El ídolo nunca devuelve nada, y dado que nunca vamos a conocer nada de él, siempre lo encontraremos como perfecto. Se acepta que el ídolo siempre es algo superior, que impone sus reglas, a quien no hay forma de dirigirse para que las cambie, y por tanto solo cabe aceptar lo que nos dicten en su nombre.

Sólo en el ámbito religioso se tolera el maltrato infantil, con menores aterrorizados, llevados en volandas por encima de una multitud que grita enloquecida, zarandeados por cientos de brazos. Normalmente, estas situaciones pueden generar traumas. Pequeños quizás, pero traumas al fin y al cabo, que combinados con un más que previsible adoctrinamiento y educación en una serie de creencias y costumbres que se transmiten sin ningún tipo de justificación científica, pueden dar lugar al peor virus que afecta la salud y el comportamiento humano: la ignorancia.

Porque hablando de ignorancia, ¿saben los creyentes que la Virgen no fue madre de Dios hasta el año 431? ¿O que esa divinidad de la Virgen se aprobó en el Concilio de Éfeso, en medio de teorías extravagantes, peleas, acusaciones, herejías, sobornos a las autoridades, destitución de patriarcas y condenas a los disidentes? ¿O que antes de esa fecha, no existía ninguna imagen de la Virgen?

Y en el caso de la Geperudeta, ¿saben los creyentes ante qué clase de fetiche se encuentran? Una talla de madera, hueca por dentro, usada antaño en enterramientos de gente desahuciada, capitana general desde 1947 gracias al dictador Franco, de cabellera dorada pero cubierta con una peluca oscura, sobrecargada de mantos, adornos y fajines.

En esta sociedad, por mucho que cambien los gobiernos, nos educan a tener a determinadas personas en un pedestal, a depender de determinados iconos como el fútbol, un cantante, un político, una estatua, sea Virgen o Cristo, etcétera. Cualquier icono sirve para tenernos controlados y entretenidos. La cuestión es que no pensemos por nosotros mismos y siempre tengamos que seguir como corderos a alguien o algo que se nos ofrece como pastor.